lunes, 24 de agosto de 2015

Barcelona 2

Él era danés, ella de Grecia, se fueron a juntar en Barcelona. Con el telón de fondo de la ciudad sepia, una mirada bastó para empezar a quererse para siempre. Sólo había un problema: ella no aprendió danés, él nunca entendió el griego. Me los crucé por Passeig de Sant Joan, rompía el par un crío de un año con la piel blanca y los ojos color aceituna. Ella le hablaba en griego constantemente. Él, en danés todo el tiempo. Llegados al culmen de la incomprensión, concluyeron que no podría haber mejor traductor que ése que entre los dos se habían inventado.

domingo, 16 de agosto de 2015

Polvo de estrellas

Las noches de diez de agosto son famosas por la lluvia de perseidas, también conocidas como lágrimas de San Lorenzo, que no son sino minúsculas partículas de polvo que se desprenden del cometa Swift-Tuttle en su rodeo anual al planeta Tierra. En tan señalada ocasión, muchos ojos miran hacia arriba en busca de un destello, cientos de personas acuden con deseos por cumplir buscando su estrella, encomendando al universo la tarea que se les va de las manos para que se haga realidad. Mirando cara a cara al cielo se hayan absorbidos por la conciencia de la inmensidad de ahí arriba, de la pequeñez de aquí abajo, quizá sintiéndose agradecidos por, pese a todo, estar vivos. Después, como humanos que son, vuelven a bajar la mirada al ras para seguir con sus asuntos, sin darse cuenta de que olvidaron sus deseos a merced de las estrellas. El cielo ha terminado por quedar repleto de deseos invisibles que penden del aire, más allá de la estratosfera, donde cada agosto brillan las perseidas.

Lejos de supersticiones, a veces, en un cruce casi accidental, sucede que una de estas perseidas, sumida en su vuelo distraído, colisiona con uno de aquellos deseos pendientes que pueblan el cielo. En ese momento, se forma una bolita de materia incandescente, débil ante la gravedad, que se precipita a la Tierra y se posa en su superficie. A ras de suelo, la materia de esa bola se reconvierte, se vuelve blanda y oxidable, aunque firme y duradera por unos cuantos años: las estrellas fugaces se convierten en personas.

Todas y cada una de las perseidas reconvertidas tienen una misión vital: lograr cumplir el deseo del que surgieran una noche de agosto, para lo que se les concede un breve (ridículo, en términos cósmicos) período de tiempo, que oscila entre los cero y alrededor de los 100 años en el caso de las más longevas.

No se sabe identificar muy bien quiénes son, supuestamente vinieron al mundo por el mismo canal que todos los demás, pero si os cruzáis con alguna, probablemente la reconoceréis por ser una persona apasionada, ardiente y entregada a un algo en concreto, un estímulo que la mantiene encendida, un deseo de aprender o de dedicar su corazón a un cometido. ¿Acaso existe alguien que no lo sea?

Con el tiempo, las perseidas se apagan. No es por tristeza, ni por haber fracasado en la tarea encomendada. Simplemente, se cumple el lapso que les fue asignado. Llegado el instante, se hace balance de su paso por este mundo. Si el deseo que las llevó a nacer se ha cumplido, su materia cambiará de nuevo, esta vez en forma de esfera ardiente y explosiva, en constante ebullición, y su luz perdurará durante millones de años en algún lugar del que nos traerá noticias con su resplandor en el cielo. Habrá nacido una nueva estrella.Por su parte, aquellas que por alguna razón no hayan visto su deseo hecho realidad, se acercarán a algún lugar oscuro y silencioso, una noche de agosto, y concentrando toda su energía, enviarán al cielo su mensaje, esperando que el rastro del Swift-Tuttle lo recoja a su paso, probablemente sin saber que ellas mismas son los deseos cumplidos de las estrellas.




domingo, 2 de agosto de 2015

Barcelona 1 - El perro y el viejo

Fue en l’Eixample, en una de estas esquinas achaflanadas, puede que Córsega con Indústria o Bruc con Girona. Otro día de calor húmedo se acababa, con el sol que empezaba a tumbarse más allá de los edificios. El viejo salió al balcón del cuarto piso, tenía un aire despistado, como recién levantado de una siesta a deshoras, o quizá confundido por aquél incesante tráfico perpendicular. Tras dos segundos de oxígeno, se giró a la izquierda y, alzándose sobre las puntillas, alcanzando una excesiva altura para su barandilla insuficiente, se inclinó hacia el balcón vecino. A mi mente de testigo clandestina acudieron dos ideas inmediatas: la del atraco y la del suicidio. Sin tiempo de más fantasía, por la puerta del otro balcón asomó un perro joven, agitado. Se conocían bien, el perro lamía la mano del viejo, quien le rascaba con confianza por detrás de la oreja. Estuve un buen rato mirando, envuelta por la calidez de la escena. Tras varios minutos de profundo cariño, noté que algo cambió. Pudo parecer un impulso para alcanzar el lomo del perro -o eso quise pensar-  cuando en un último instante el viejo alzó la pierna, se montó sobre la barandilla y, aferrándose fuertemente con su mano a la barandilla vecina, saltó a la terraza, donde el perro lo recibió con fervor. Ante mis ojos atónitos y los de nadie más (el resto de transeúntes iban y venían, calle arriba, calle abajo, sin pararse a mirar a los balcones), el viejo desapareció por la puerta del balcón, casa adentro.

Lo que ocurriera después, yo no lo vi. Pero Marina, al girar la llave y abrir la puerta de su casa, notó un aire extraño. Al darse cuenta de lo ocurrido, rompió a llorar víctima de una inmensa impotencia. Sola y atemorizada, salió al portal en un mar de lágrimas y llamó a la puerta de al lado. Cuando abrió el viejo, se derrumbó, y entre sollozos apenas pudo articular cuatro palabras: “Josep, me han robado”.

jueves, 29 de enero de 2015

Robert's special day

When Robert took off the train, he had the feeling that it was going to be a very special day in his life. He stopped in the platform and stood there for a minute, letting the cold air touch his face and wake him up. He lit a cigarette before thinking his next step. He was nervous, and still wondering what was he doing there, five hundred kilometres far from his house, in a city he had never been, to meet somebody who had never seen. But he was happy.
It was going to be his first blind date, something that at the beginning made him feel kind of stupid, a teen, but after fifteen years of failed marriage and a bunch more back to bachelor’s life, he could feel again that “something” -name it illusion - he had already forgotten.
Robert threw the cigarette and followed the sign pointing the downtown. He was looking forward to meet that woman, a woman who he hadn’t even seen in a picture before, but whose dazzling words revealed the wisdom of someone who understands the meaning of life, and her calmed voice could make him feel good, up to the point of being able to talk to her for hours. In fact, it had been the only thing they had done: speak on the telephone. Despite that, he was looking forward to meet her, touch her, get to know her and, why not, make her love him, as he was having that unexpected feeling who made him move such a far distance to see a stranger. In his cloud of thoughts, he checked the time and hurried up, it started to be late.

Not too far from Robert, somebody was also checking the time. Behind a steamy cup of coffee and looking randomly to a newspaper, She was getting impatient. Nobody had ever made the Death wait, and nobody would. It was impossible to be late for that appointment. However, She liked to converse at least for a few minutes with those who were called to accompany her, but if they were late, the time for conversation dwindled.
When Robert entered the bar, there were less than five minutes left to be punctual where they had to be. He looked agitated and stared around with an air of urgency. The Death stood up and smiled. He went straight to Her, and smiled too. There wasn’t almost time left.
‘Hello Robert. It is so nice to meet you. You have to follow me, we have to go somewhere’.
And he did. Certainly, he would have followed her wherever She wanted. Even to the end of his days.

Indeed, it was a very special day in Robert’s life. The last one of all of them.

domingo, 28 de septiembre de 2014

Broken bulb

No quise estar allí para cuando despertara. Iba a estar malhumorada, de morros, no iba a querer hablar conmigo. Se había acostado exhausta de llorar, tenía los párpados tan hinchados que apenas podía abrir los ojos. Intenté, inútilmente, convencerla de que no merecía la pena llevarse tal disgusto porque se hubiera fundido la bombilla de la lámpara. Puede que ella tuviera razón, que no la entendiera, pero me pareció patético, absurdo, y ella me pareció tan ridícula. Lloraba a gritos, histérica, porque al enroscar la bombilla y darle al interruptor, había estallado sin más. Me increpó que por qué no la había avisado. La bombilla no había soportado tanta potencia y explotó, ¿qué sé yo de potencias? ¿Qué cojones me importaba a mí, habiendo más luces en la casa? Pero no, ella estaba ciega, obcecada con la dichosa lamparita. ¿Y ahora qué hago? Repetía sin parar. Es sábado por la tarde, y hasta el lunes las tiendas no abren. ¿Qué hago yo con la bombilla rota? Te esperas, le decía, pero no me escuchaba, y lloraba sin parar.

Quizá fuera cierto que no la entendía, quizá esa bombilla significara algo más, quizá fuera la idea en la que, sin querer, vertió más energías de la cuenta y terminó por estallar. Sin bombilla de repuesto, sin tener ni idea de qué hacer.



Quizá fuera que ella, empeñada, tampoco me entendía cuando le decía que en la casa había otras lámparas, ahora apagadas, pero que podía encender en cualquier momento e iluminar con sus haces otros espacios que la bombilla que estalló no hubiera alumbrado…

martes, 22 de julio de 2014

Despedida 5

No recuerdo en qué momento renuncié a las aceras para andar por el centro de la calle. Ni cuándo dejé de quejarme de quienes se metían sin permiso en mis conversaciones para meterme yo en las suyas. Ni cuándo dejó de parecerme pequeña y cualquiera a encantadora y suya. La evolución entre la queja y el placer ha sido tan paulatina e imperceptible, que ahora me hace gracia el momento en que odié esta ciudad.

Llegó el momento de la despedida. La Ciudad XXX me dio la primera lección: al principio duele, después te acostumbras. Una golondrina no puede renunciar a alzar el vuelo, se moriría de frío, de pena o de rutina, y este viaje es una droga dura que engancha. Me voy, Sevilla, te quedas con tu calle Feria y tu Alameda, las que tantas veces recorrí al lomo de mis dos ruedas dando vueltas a tantos sueños, a tanto baile intelectual, a tantas canciones, a tantos nombres como de hombres me he enamorado y desenamorado en cuestión de meses, horas y minutos. Los botes se han ido acabando armónicamente anunciando el final del escenario: el champú, el dentífrico, el tomate frito y ese wasabi raro del Lidl. El café y la leche han respetado un último desayuno, y el billete de AVE ha sido barato. Me voy sin lágrimas, disfrazando las despedidas de un falso “hasta mañana”, asumiendo que la gente importante permanece y no tiene cabida el adiós. Los demás, pueden irse. Me voy y lo dejo todo cerrado, sin espinas clavadas, sin asuntos pendientes y la cosecha recogida en mi cestita de logros.


Me pica la piel pegajosa, hace calor, el cuerpo me pide Madrid (que me llama de lejos). Me echa de menos y yo también, un año es mucho paréntesis en nuestra historia de amorodio. Otros gigantes caerán. Y yo, seguiré volando.

martes, 8 de julio de 2014

El aro, el cubo, el árbol. Short version.

El aro estaba ahí, apoyado en el cubo, abandonado en la basura. Lo cogí emocionada. Estaba pelado, algo viejo del uso, pero era un magnífico aro circense, de los que cualquiera hubiera soñado de niño. ¿Cómo habría acabado en la basura? Quizá fuera el aro de un clown fracasado, de una malabarista lesionada que no podría volver a actuar, de un niño que nunca aprendió a bailar el hula-hop con un aro de semejante envergadura y decidió deshacerse de él…

Me di de plazo hasta el siguiente contenedor: si se me ocurría una buena idea para el aro, me lo quedaría. Si no, era su destino acabar en la basura. Descartando la adopción por falta de espacio, decidí que una buena alternativa era cambiar el aro de lugar, en vez de dejarlo en un cubo de basura, lo apoyé en un árbol, sustituyendo la connotación de cachivache inservible por la de objeto extraviado. Quince minutos después, dos abuelas lo llevaban en la mano, sin intención aparente de abandonarlo.



A veces, sin querer, juzgamos erróneamente verdaderos tesoros por el entorno en que se encuentran, sin saber que basta con cambiarlos de sitio para verlos como son, o al menos de otra forma. Segundas oportunidades, nuevas vidas, sólo cambiando el cristal desde el que se mira. 

Transformar el mundo empieza en los ojos.

domingo, 1 de junio de 2014

De follar y tirar

Un día, estando en un concierto, en una fiesta, en un bar, conoces a una tía. Al principio parece una tía normal, pero al poco te das cuenta de que tiene una chispita que la diferencia, quizá una chispita que te haya encendido algo dentro. Por una vez no coartas el impulso y le hablas, le preguntas su nombre, tratas de parecer interesante, ingenioso, ambas cosas. Despiertas su interés y te vas, sin olvidarte de pedirle el teléfono. Esperas un tiempo prudencial y la escribes para que no parezca que hay ansia. Te responde y te da conversación. Volvéis a quedar, esta vez  en una fiesta, en  un bar, en un concierto. Os besáis, os metéis mano. La invitas a casa esperanzado, te apetece follar con alguien, por qué no con ella, la invitas a dormir y le prometes al oído que tendrás las manos quietas. Pero ella y tú sabéis que mientes, así que declina. Te sorprendes cuando al día siguiente te escribe sin haber empezado tú. “Quizá le interese algo”, te dices.

Empiezas a imaginar igual que aquella lechera, recuerdas tu edad y piensas que no estaría mal algo de estabilidad, que no te importaría. Contestas a sus mensajes sin entregarte del todo, enseñando la patita. Piensas en ella varias veces durante el día, aunque te empeñas en centrarte en tus obligaciones. Te compras ropa interior nueva: ¿calzoncillos negros o grises? Grises están bien. Y una colonia de esas que les ponen.

Te presentas en su piso, la idea de la flor era muy cursi, sacas el vino, mucho mejor. Lo abrís y lo bebéis: ella con seguridad, tú con la necesidad de adquirir la fluidez del tinto. La besas, la desnudas. Te monta, es dominante. Ni siquiera mira los calzoncillos grises cuando te los quita porque te mira a la cara de una forma que crees que te hará explotar. Se la mete y no puedes creer que ese placer sea real, no es de este mundo, te hace flotar, estás a punto de dejarte llevar cuando caes en la cuenta del riesgo. Cambias las tornas, te pones encima, marcas el ritmo mientras piensas en cómo aplastabas con el tenedor las patatas cocidas en casa de tu abuela, o cómo te jode que los mosquitos te despierten zumbándote al oído por la noche. Zumbar, zumbar, no puedes creer que te estés zumbando a esta tía, lleváis hablando toda la semana, parece algo especial, quizá esta vez funcione. Te la tiras, se lo haces lo mejor que puedes para que quiera repetir, sin mostrar un ápice de amor para que ella no note nada. Sólo sexo, ¿de verdad?

Termináis, tú antes que ella, sabes que no está bien, un apaño puede empañarlo todo. Pero ha respirado, ha gemido, se ha corrido como tú, o mejor porque es mujer. Te quedas, te duermes, te despiertas. Un café y te piras con un beso de despedida y tú tan contento, una sonrisa en los labios para todo el camino y más.

No quieres agobiar, pero han pasado dos horas y le escribes. Te contesta con una sonrisita escueta. Nada más. No habéis quedado para otro día, aunque confías volver a verla en algún bar, una fiesta, un concierto.
Esperas a que ella dé el paso, pero pasa el tiempo de cortesía y no. Es lunes y dice que está ocupada, trabajo, deporte, perro, padres. Es martes: amigas, inglés y no sé qué. Es miércoles y no le escribes, porque te quieres hacer el interesante, si es que causas algún interés. El jueves desistes y el viernes sales, birra en un bar, concierto, luego fiesta. Pasan de las cuatro y suena el móvil, es ella. Suena distante, distorsionada, no sabes si eres tú o ella quien habla raro. Te dice que está cerca, ¿nos vemos? Te promete que tendrá las manos quietas. Sólo dormir. Está tan borracha que quizá esta vez sea verdad. Declinas. Esa de en frente lleva mirándote un buen rato. No es tan difícil encontrar otro cuento de follar y tirar.


¿Qué es la vida? Conseguir.
¿Conseguir, qué? 
Una erección, una amante, un condón.


Y el amor ya no lo es tanto, que todo lo vale el sexo, y los sueños, sexo son.

jueves, 15 de mayo de 2014

Mi novio trabaja de estatua en la Puerta del Sol. No es un indigente, ni es pobre. Es un artista desempleado, como tantos. Le conocí así, me quedé mirándole a él de entre todos los artistas freelance de la plaza: los levitantes, las fuentes de cántaros interminables, el torero, las figuras de barro, los soldados futuristas. Él no levitaba, se había bañado en pintura plateada y simulaba un complicado revés de tenista. Me paré detenidamente: ningún soporte oculto, sólo un pie como única base para un imposible ejercicio de equilibrio que mantener durante mucho rato.
Analicé sus músculos en tensión: visto al detalle, se notaba cómo sus extremidades temblaban muy levemente, de manera casi invisible. El viento en su pelo pintado movía las hebrillas que habían quedado sueltas, lo que me confirmó que era humano. No titubeé y le eché una moneda esperando que cambiase de posición. No lo hizo. En ese momento me enamoré de él.
Cada día se pinta de un personaje diferente, así entrena habilidades, dice. A veces voy a buscarle a la salida y tomamos algo. He tomado café con Groucho Marx, Elvis, Marilyn Monroe y Charles Chaplin. Él dice que son muy típicos, pero que el público simpatiza más con los famosos muertos que con los vivos, que son más criticables que dignos de respetar.
Cuando hacemos el amor, se quita toda la pintura y se convierte en él mismo. Y es así como más me gusta, color carne, en constante movimiento, humanizado por el sudor y las palabras ahogadas en su respiración intensa.
Le ayudo a arreglarse y me pide consejo. Dice no haber encontrado aún su personaje favorito, uno con el que identificarse y que no sólo represente un parecido. Para mí la pintura es perfecta, el gesto logrado, la pose inmejorablemente quieta. Sin embargo él, frustrado, se lamenta por no haber alcanzado la identidad definitiva.


[3,2,1, past]


Un día, después de tomar una cerveza con Freddy Mercury, nos fuimos a casa. En lugar de quitarse la ropa, el bigote postizo y el maquillaje como hacía siempre, se fue directamente a hacer la cena mientras cantaba The show must go on.
Empezó a actuar como los personajes a los que imitaba fuera de la tarima de la Puerta del Sol. A veces llegaba a casa y me le encontraba inmóvil a medio camino entre el moonwalk y el golpe de pelvis. Yo le decía que se estaba tomando el trabajo demasiado en serio, que se lo estaba trayendo a casa, pero él no me contestaba y mantenía la mirada en un punto perdido sin la interrupción de un solo parpadeo. Se metía tanto en el papel que ya ni siquiera se desmaquillaba cuando hacíamos el amor: cada vez más quieto, más pintura, menos voz.
Cansada de una situación que ya duraba demasiado, salí a buscarle al trabajo, pero no estaba. Pensé que se habría adelantado y le encontraría en casa, pero no. Después de tres días desaparecido, entró por la puerta con rastros de pintura gris mate. Ante mi histeria, respondió impasible que las estatuas no contestaban al teléfono. Y se fue. En ese momento, decidí dejarle.
No fue hasta un tiempo después que, de paseo por el Retiro, vi un corrillo de gente aglomerada. Cuando me acerqué, me costó reconocerlo: se había subido en una plataforma cilíndrica, muy alta. Una serpiente se le enredaba en las piernas y dos inmensas alas desplegadas le nacían en la espalda. La gruesa capa de pintura se había fusionado con su piel petrificándolo, y estaba sumido en una contorsión tan perfecta que hacía difícil distinguir la estatua original de la fingida.
Había encontrado su identidad. Yo seguiría buscando la mía. Mientras el Ángel Caído acumulaba monedas sin preocuparse por recogerlas, decidí - cansada de tanto inmovilismo - que esta vez quería enamorarme de alguien que verdaderamente me hiciera volar. Por la calle Preciados pasé al lado de uno de esos levitantes, y me quedé mirando con atención. No era verdad que flotara, por supuesto, pero me resultó curioso. “Puede ser un buen comienzo”, pensé. Y le eché una moneda.


miércoles, 23 de abril de 2014

Primera entrada de 2014

Una vez miré tan alto, tan alto que se me ocurrió la idea de querer cambiar el mundo a mejor. Había empezado por lo bajo, lo que tenía más cerca que no me gustaba, y quise cambiarlo a mejor. Quise cambiar que se burlaran de aquél niño porque era negro. Quise cambiar que mi barrio estuviera feo porque tiraban papeles. Quise no encontrarme jeringuillas bajo los coches de una ciudad “tan normal”, y que no hubiera quien las usara. Quise demostrar ser igual de buena por ser chica como podían serlo los chicos (o mejor). Y según iba entendiendo, según iba sabiendo, según iba creciendo, iba mirando un poco más hacia arriba, y quise cambiar la nota injusta de un examen, quise parar el maltrato a un compañero o acompañar a alguien que andaba solo. Quise contrariar a la Iglesia perteneciendo a una familia variopinta que algunos no entendían. Quise demostrar que era tan buena como la élite viniendo de una familia humilde, “tan normal”. Y cuanto más crecía, más alto miraba, más quería cambiar las cosas que no me gustaban: fui a manifestaciones porque quería cambiar un sistema educativo injusto y desigual. Comprendí que el poder lo ostentan unos pocos y quise cambiar esa injusticia que venden como democracia. Encontré en mi vida gente que necesitaba ayuda, y me sentí responsable. Elegí una carrera, pensé que sería el inicio para cambiar el mundo, cambiarlo a mejor. Comprendí que la desigualdad no sólo me afecta a mí y a mi vecino, sino que distingue entre el Norte y el Sur, en mi barrio, en mi país y en el mundo entero, y quise que aquello no fuera así, que no hubiera desigualdad y que todos tuviéramos unos derechos y unas condiciones dignas. Seguí creciendo y seguí aprendiendo. Seguí viendo desigualdades, injusticia, violencia y sentía que era capaz de pararlo, que estaba preparándome para ello. Miré más alto y quise cambiar que las grandes multinacionales estrangularan a la gente humilde. Supe que las cosas que yo compro las fabrican otros muy lejos, y entendí que pese a las largas distancias, mis actos aquí tienen consecuencias allí. Quise cambiar la dependencia de los hidrocarburos, desde el coche hasta los pozos de Irak. Quise cambiar el cambio climático, detener el deshielo que ahoga a Tuvalu, salvar a las abejas. Quise que la vida tuviera más valor que el dinero. Quise defender el arte y la igualdad de género, y la creatividad y la música all over the world, disfrutando la interculturalidad que el mundo global nos tiene y que salta vayas y atraviesa océanos.


Y con el querer cambiar iba cambiando a la vez que no me daba cuenta de que el mundo también me cambiaba.


Al ir hilando razones, al ir descubriendo causas destapaba otras causas que me llevaban a otras consecuencias. Hay tanto que no sé, que no sé por dónde empezar a cambiar. Creo que he subido demasiado alto, tanta cosa me da vértigo, y me dan ganas de saltar. Saltar y abandonar Monsanto, el apartheid y el atún rojo. Volver a beber CocaCola y tirar ese maldito papel al suelo en vez de a la papelera. Comprar sin mirar etiquetas. Tirar toda la basura en la misma bolsa. Abrir el grifo sin perdón. Pensar en que quiero ser yo a quien salven y no la que se empeña en salvar. Y volver de lo grande a lo chico, fundirme con la burocracia y ser parte del sistema, y ser una tía “tan normal” y ser una pieza de un puzzle caótico pero que avanza día a día alrededor del Sol. 

Saltar de una vez o seguir subiendo. En esas estoy.

martes, 20 de noviembre de 2012


Verá… creo que tengo disfunción escrita.
No sabe lo que me cuesta contar esto, nunca sospeché que pudiera pasarme, ¡a mí! 
Oiga, yo antes estaba siempre a punto, siempre en plena disposición, no importaban el lugar ni el momento: ya fuera con el bolígrafo, con un lápiz, con el teclado del ordenador, ¡lo que fuera! Llenaba hojas y hojas en arrebatos repentinos. Las páginas se abrían ante mí ardientes, deseosas de que las llenara de vida, de historias. Los personajes me buscaban, surgían pidiéndome atención: me abordaban en el metro, se colaban en mi cama y se entremezclaban en una bacanal de argumentos, conflictos y desenlaces que escribía antes de poder dormir.

Y ahora…

Ahora la miro, tan blanca y limpia que me da miedo corromperla con palabras nulas que no le conducirán más que a la insatisfacción. Ella (la página en blanco) me mira recostada, expectante, con residuos de esperanza por que vuelva a recorrerla de arriba abajo llenándola de letras. Cierro el cuaderno y casi la oigo chillarme desde dentro “¡Impotente!”. Hago oídos sordos, mire, me digo que no ha sido un buen día, quizás el estrés o el cansancio, y después de algunos días concluyo que no es mi mejor época. Pero pasados varios meses de silencio, de relatos incumplidos y de inspiración a medias, ya no sé si culpar a las Musas o culparme a mí. Y es por eso que estoy aquí, señor, señora o quien quiera que sea usted que está al otro lado. Para, antes de que me sigan recriminando las hojas no escritas, los personajes sin nombre y las historias nunca consumadas, hacerle frente para encontrar una solución. Estimado quien seas, creo que es justo que lo sepas: desde hace meses, tengo disfunción escrita.

miércoles, 8 de agosto de 2012

Qué pasó? Ocurrió así:

La golondrina vivía en un nido delicioso, hecho con una argamasa de ramitas y barro de colores. Quizá no era el mejor nido del mundo, pero era el suyo, y en él guardaba todo lo que tenía: su pasado, su presente y algunas miguitas de futuro que se dejaban adivinar. No era mucho, pero era su riqueza, y con ella la golondrina se sentía afortunada y agradecida.

El presente lo llevaba siempre consigo a donde fuera. El futuro, como estaba por descubrir, simplemente lo iba pensando por el camino. Su pasado, es decir, los recuerdos, los guardaba como su tesoro más valioso, en una caja fuerte que empleaba como una segunda memoria, en la que había tantos recuerdos como presente había tenido en los últimos años. En ese cofre estaba guardado todo lo que la golondrina consideraba importante y, excepto el olor, el sabor y el tacto, almacenaba en él celosamente todo aquello que consideraba imprescindible: todo su legado, toda su riqueza, sus experiencias, sus logros y pérdidas, y parte de su saber estaban ahí.

Siempre que salía a volar, cerraba el cofre después de haber metido los recuerdos más inmediatos y desplegaba sus alas para recopilar nuevos momentos que meter en su memoria.

Un día, como todos, la golondrina salió del nido para seguir construyendo su presente, y aunque era confiada (pero no inconsciente) no reparó en que, muy cerca de ella había otro ave al acecho.
 Probablemente fuera un buitre carroñero, o un cuervo mezquino y sin sentimientos, o simplemente una urraca amiga de lo ajeno con afán de revolver los nidos de los demás pájaros.

La golondrina alzó el vuelo aquella mañana sin figurarse que el cuervo andaba por ahí. El nido quedó solo, con el cofre de recuerdos latiendo su pasado. Cuando ella hubo desaparecido entre los rayos de sol, el cuervo entró en el nido, y sin miramientos, sin sentimientos, tomó con sus patas el cofre de los recuerdos y se lo llevó para siempre, dejando en el vacío su huella amarga.

Cuando a su regreso la golondrina descubrió aquello, sintió como si una parte de ella hubiera muerto, como un perdigonazo que hubiera herido la mitad de su existencia, aquello que le alimentaba los ánimos de seguir con el presente, lo que la hacía fuerte para pensar el futuro.

Sangró la herida y lloró mucho. Qué había hecho ella para que la vida respondiera así? Para qué quería el cuervo sus recuerdos? Qué debía hacer ahora?

La golondrina, sin darse por vencida, voló por todo el bosque tratando de recuperar su cofre. Pero no tuvo éxito, y sólo recogió frustración en su búsqueda.

Cansada, herida y rota por dentro, regresó a su nido, ahora vacío, y aprendió un nuevo y difícil sentimiento: la resignación.

Una vez lo hubo aceptado, supo, no sin amargura por sus recuerdos perdidos, ver la lección que le estaba dando la vida: si ahora tenía que aprender a vivir sin sus recuerdos más preciados, sin la parte inmaterial de la que se abastecía su espíritu, sería mucho más fácil el día que tuviera que prescindir de las comodidades materiales. Enjugó sus lágrimas con el ala, dibujó una levísima sonrisa y alzó el vuelo, decidida a seguir construyendo presente, soñando futuro y creando nuevos recuerdos para llenar un nuevo cofre.

Desde ahí, nada más: agua, sol, aire y una historia que continuar.

jueves, 2 de agosto de 2012

Próxima estación: incertesa


Un tercio de mi tiempo con la Princesa. ¿Ya? Demasiado rápido…
Un tercio, y sin querer me adelanto un par de pasos, surgen preguntas: ¿qué habrá después?
La Eterna me observa en silencio desde lejos, reflexiva, trazando alguna estratagema que me haga volver con ella, a la espera de mi próximo movimiento.
La Deseada me tiende sus brazos invisibles, invitándome a vivir mil pecados sobre su piel canela.
La Princesa me agarra de la mano, firme y cálida, me mira a los ojos y me dice: “Tienes lo que quieres. Eres feliz. Quédate conmigo”.
Pero no es tan fácil, Princesa, contigo soy feliz pero no sé si eso me basta. Un día le prometí a la Eterna que no la abandonaría nunca, y por ahora no he hecho más que incumplir, devolviendo vanas palabras de regreso. 
La Deseada me ofrece lo más oscuro, la inestabilidad, el conflicto. El sepia que oscila entre el blanco y negro y el color. Y es difícil hacer frente a la tentación del conflicto, a la trama sobre la que camina la funambulista entre la meta y el suelo.
¿Qué meta? ¿Cuál es la meta? ¿Dónde pretendo llegar? ¿Con quién me quedo?
No hay meta que valga, la meta es el camino, y sigo caminando, a veces aquí, a veces más adelante… imaginando poder ser aquella a quien la Eterna creó y a quien la Princesa conquistó, en los abruptos e irresistibles dominios de la Deseada… 

…o no.

viernes, 20 de julio de 2012

Los ángeles desterrados


La corte de los ángeles tiene varios bandos. En realidad, más que varios, tiene infinitos bandos: tantos como miembros pertenecen a la corte. Cuando nacieron, fueron repartidos por el mundo, no el celestial, el nuestro, salpicados como millones de gotitas por cada rincón del planeta. Ser ángel otorga ciertas cualidades, poderes mágicos concedidos con un significado especial: por ejemplo, hacer que el mundo se pare con su llanto, o al contrario, iluminar más que el sol con su sonrisa. Sin embargo, esas cualidades se van atenuando a medida que pasa el tiempo, muchas veces hasta casi desaparecer. Y es que, como es sabido, no hay nada eterno en esta vida: un día, se deja de ser ángel.

Mientras lo siguen siendo, los ángeles llegan y utilizan durante el día sus poderes para construir un mundo más cálido: lo llenan de ruidos, de juegos, de manchas, de imperfecciones, berrinches y risas, de dibujos disparatados e inimaginables para los demás, pero no para ellos, porque los ángeles pueden imaginar todo lo que se nos escapa al resto. Cuando llega la noche y se acuestan, hacen como que se duermen hasta que se apagan las luces. Después, con su escalera desplegable suben al cielo, donde juegan en su patio de nubes, siguen saltando, gritando, bailando, llenando todo de luz aunque a bajo sea de noche.

En una esquina de ese patio, en la que apenas se repara si no se mira con atención, se halla una estrecha escalera de caracol, con un cartel que señala hacia abajo y reza “Realidad”. Algunas veces, un ángel es apartado del patio de nubes y enviado a esa escalera, por la que baja en silencio de nuevo al mundo. Es el otro bando de los ángeles, a los que, sin tener culpa, sin haberlo merecido, sin haberlo buscado y mucho menos pedido, se les niega el derecho al cielo, el derecho al que todos los ángeles deberían acceder: descansar del mundo y alejarse de la Realidad.

Y es que, la Realidad, sin el decorado de juguetes, canciones y pinturas de colores, pocas veces es grata. Estos ángeles no pueden dormir, y si lo hacen, no duermen bien. Se les quita su escalera desplegable y no pueden volver al cielo. Muchas veces sus poderes se ven mermados, y aunque lo sigan siendo, se limita su identidad de ángel. El peor de los casos se alcanza cuando el ángel no logra paralizar el mundo con su llanto: la Realidad lo arrolla impasible, y por mucho que insista, no cambia. Entonces, el ángel se ve envuelto en un mundo gris, y en lugar de irradiar calidez, se enfría, a veces se hace mayor de golpe, aunque siga siendo un ángel. Y esto, aunque no siempre lo veamos, pasa muchas más veces de las que nos gustaría. Es así como el mundo pierde poco a poco su color, la Realidad va ganando terreno a los Sueños, hay ángeles obligados a dejar de serlo, y nosotros, ni nos damos cuenta.

Sin embargo, pese a todo, hay un poder que los ángeles nunca, nunca perderán: iluminar más que el sol con su sonrisa. 

Mientras eso sea así, quedará la esperanza de que los que fueron exiliados, antes de que se acabe su tiempo como ángeles, recuperen su escalera desplegable y puedan dormir, como los demás, un poco más cerca de las estrellas.

sábado, 30 de junio de 2012

Cambio de escenario


Las luces se apagan, se cierra el telón. Tras el aplauso, los actores van saliendo y entran los mozos, que con sigilo y destreza desmantelan poco a poco el decorado: la mesilla con forma de flor, el sari hecho cortina, la cafetera humeante. También los falsos adoquines del empedrado de la calle, la fachada amarilla de la corrala estampada en cartón, y ese banco de Mesón de Paredes que sostuvo tantas conversaciones durante la última escena. 
El escenario se va quedando vacío, sólo queda en el medio de la sala la figura de la actriz principal, sentada en el suelo, piernas cruzadas, ojos cerrados. El ir y venir de los mozos no interrumpe el meditabundo entreacto, por su cabeza corren veloces las frases de un escueto guión, que se resume en apenas cuatro líneas de sinopsis, y que cede el grueso a la Improvisación. El acto comenzará con un monólogo, ella sola ante el público. Al escenario vacío comienzan a traer nuevos elementos de decorado, el atrezo cambia, se simulan calles empinadas y en el fondo se dibuja una ventana con vistas a un gran río. El escenógrafo pasa a dar el visto bueno, los mozos se retiran, la actriz vuelve a estar sola en un nuevo escenario aún desconocido, ante el reto de improvisar sin siquiera previo ensayo. 
En el punto álgido del silencio, cuando el murmullo de fuera ha cesado, abre los ojos y se pone en pie: se encienden las luces, se abre el telón. 

Comienza la función.

miércoles, 20 de junio de 2012

A diez días de la Princesa


A diez días de la despedida, aún sin billete de avión ni techo (ni siquiera provisional), la Princesa se materializa ante mí poco a poco. Tan tímida y tan sugerente, me va enseñando trocitos, para mantenerme con tensión pero sin entregarse del todo. A diez días de la despedida la anhelo, me quiero encontrar con ella, y apuro al mismo tiempo lo poquito que me queda con La Eterna, que es quien me ve marchar de nuevo. Antes se sentía abandonada con cada una de mis idas sin vuelta, pero ha aprendido que es mi forma de quererla. Ya me conoce, y sabe que siempre vuelvo. Yo le digo, sin intención de amenaza, que a lo mejor un día no lo hago, y me da la razón, porque sabe que no es cierto, ha descubierto que es mejor no contradecirme. Para qué discutir, si aunque yo no quiera, sé que La Eterna tiene razón. Ya no llora mis infidelidades, e incluso me desea que disfrute. Me ve avanzar hacia la Princesa mientras la dejo atrás. 
La exprimo los últimos días, dudando lo justo si hago bien en dejarla. Paseo por casa y veo que el baño está algo más vacío, la cocina más diáfana, quizá algo más recogida. El perfume de un nuevo suavizante rompe la normalidad del tendedero. Aún no he hecho las maletas, todas mis cosas siguen ahí. Pero mi gente empieza a hacer planes a corto plazo sin mí, y yo sin ellos. Será que la despedida se hace realidad, y ya he empezado a irme. Aunque, como bien sabe La Eterna, no hay que darle mucha importancia. 

Al fin y al cabo, siempre termino volviendo.

lunes, 7 de mayo de 2012

Tras el rastro de la Perla Negra


Me recibe Ámsterdam como a una vieja conocida. Pasando Amstel Station se van reavivando los recuerdos que tanto miedo me daban, tomando forma y color a medida que el tren avanza. Parpadeo  y empieza a llover. Las gotitas se pegan al cristal como un reclamo, pero ignoro y miro más allá. Las casas se estrechan y se tuercen. Es como si nunca me hubiera ido. Central Station me da la bienvenida haciendo que automáticamente me sienta una más. Como si nunca me hubiera ido.

Mi nueva montura me espera, es de prestado, con toques plateados. Se alza en una talla que poco concuerda con la mía, y que hace del primer encuentro un trance incómodo. Alta y torpona, se deja montar con docilidad, con los aires de un burrito viejo, curtido y manso por la experiencia de haber sido domado por muchos jinetes. Rodamos juntas, teniéndonos la una a la otra como un consuelo insuficiente: la reincidente y la montura de repuesto. En esta ciudad es imposible no reincidir. 

Cabalgué por todos los lugares que descubrí con ella, con mi Perla, con todos los recuerdos desbordándose por las ventanas de las casitas, emergiendo de los canales y de las alcantarillas. Iba recogiendo cada uno de ellos, con miedo de que apareciera el absurdo sentimentalismo que siempre se encarga de empañar las cosas con nostalgias trasnochadas que escondemos como si no existieran, pero que terminan por explotar y ponerlo todo perdido. Pero estaba equivocada. Me creí débil ante la memoria, pero no lo era.

Era absurdo ir por la Ciudad XXX atada a los recuerdos de la Perla Negra, teniendo como misión el sueño imposible de recuperar mi vieja montura y a quien un año atrás la dirigía. Empecé a recibir todos los mensajes que la ciudad me mandaba, como regalos que me había estado guardando desde que me fui hasta mi regreso. El Prinsengracht está espléndido, disfrútalo como antes, pero sé consciente de que ahora eres otra persona, me dice, deléitate con el nuevo sabor.

 Me sentí fuerte, feliz por haber vivido, feliz por seguir viviendo. El absurdo sentimentalismo no apareció, le dije al burrito plateado que me llevara a Plantage y me fumé un cigarro mirando al Muidergracht con una gran sonrisa pintando mis labios. Me fui de allí con la enorme certeza de que todo es transitorio: las ciudades, las personas, los momentos, los sentimientos malos y también los buenos. Y si todo ello es transitorio, yo también lo soy. Así que me voy, Perla Negra. Ha sido un placer haberte recordado, a veces te echaré de menos  como la gran compañera que fuiste, pero nada es para siempre.  Nuestro momento fue aquél, lo vivimos y pasó. Tú tendrás otro dueño, yo otros gigantes contra los que luchar.




Hasta la próxima, Amsterdam. La batalla contra el pasado está ganada.



domingo, 4 de marzo de 2012

Tesoros rescatados del fondo del pasado


10 de junio, 2009
Las fichas del puzzle de mi vida fueron repartidas el mismo día que comenzó el juego. Desde ese momento no he hecho más que unir piezas, y es así como se explican las cosas.
Date cuenta, todo tiene un sentido, nada ocurre si no encaja con cualquier otra cosa que ya haya pasado, se reparte una pieza nueva, distinta, que hay que saber encajar, porque es de ese modo como las cosas cobran un sentido, cuando se relacionan y logras ver el cuadro conjunto que forman todas ellas.

Tú eres una pieza clave en mi puzzle. Por eso apareciste en mi vida.
Si no, ¿qué sentido tendría haberte conocido?



Eso es lo que seguiré haciendo. Unir piezas, y a ver qué sale.


viernes, 24 de febrero de 2012

Mis condiciones aristocráticas


Pese a que desde hace algún tiempo venía sospechando mi nominación a tan solemne título, no cabía en mis planes que mi nombramiento sobrevendría tan de improviso, casi de la noche a la mañana, justo el día después de mi cumpleaños. Verdaderamente, si hubiera podido me habría quedado con otro regalo, pero el título que me fue concedido el uno de febrero no se podía rechazar, y cuando digo esto, significa que no quedaba otro remedio que aceptarlo.
La notificación llegó de soslayo, después de una reconciliación a medias, de un intento de pasión que rayaba la mesura. Abrí el sobre y leí la carta que me convocaba a recibir mi nueva y pomposa denominación.
Me aproximé a la gran puerta de hierro tras la que se abría aquél nuevo destino, y antes de que pudiera llamar, ya se había abierto. Caminé por la alfombra que arropaba el largo pasillo, mis pies avanzaban hacia adelante pero mi mente luchaba por mandarlos escapar, era inútil, ya no podía. Nunca imaginé que las palabras dichas sin querer pudieran tener tantas consecuencias. Al final del pasillo me esperabas tú, cuando llegué a ti giraste en ángulo recto y me miraste, con los ojos llenos de tristeza pero voz firme. Tomaste la insignia entre tus manos y la contemplaste con aspereza, preguntándote quizá por qué habíamos terminado venciéndonos al cansancio de no saber cómo reinventarnos. En silencio, hablándome solamente con la mirada, me colocaste la medalla en la que brillaban dos letras, sobrias como dos islas incomunicadas. Ex.
Se intentó. Lo intentamos, aunque siempre me quedará la duda de si lo que hicimos fue suficiente, o si podríamos haber hecho más. Yo hice lo mismo, al fin y al cabo la brillante idea fue mía, aunque no me molesté en disimular el temblor de mis manos al otorgarte a ti también el título mutuo que nos estábamos concediendo. El título que nadie nunca quiere que llegue, porque representa todo aquello de lo que siempre huimos y que nos terminó alcanzando. Así terminamos los dos, recibiendo de nuestras propias manos la grandilocuente designación que demostraba que todo, absolutamente todo, acaba siendo caduco.
Todo menos este título, que desde el mismo momento en que se otorga, se convierte en vitalicio. Nos espera una eternidad para llevar esta condecoración con la mayor dignidad posible, minimizando cualquier atisbo de amor y de culpa, después de salir por esta puerta de hierro y tomar direcciones opuestas. Quizá dentro de un tiempo, cuando el corazoncito se nos haya curado, volvamos a plantearnos la opción de querer tanto como un día nos quisimos.