No quise estar allí para cuando despertara. Iba a estar
malhumorada, de morros, no iba a querer hablar conmigo. Se había acostado
exhausta de llorar, tenía los párpados tan hinchados que apenas podía abrir los
ojos. Intenté, inútilmente, convencerla de que no merecía la pena llevarse tal
disgusto porque se hubiera fundido la bombilla de la lámpara. Puede que ella tuviera
razón, que no la entendiera, pero me pareció patético, absurdo, y ella me
pareció tan ridícula. Lloraba a gritos, histérica, porque al enroscar la
bombilla y darle al interruptor, había estallado sin más. Me increpó que por
qué no la había avisado. La bombilla no había soportado tanta potencia y
explotó, ¿qué sé yo de potencias? ¿Qué cojones me importaba a mí, habiendo más
luces en la casa? Pero no, ella estaba ciega, obcecada con la dichosa
lamparita. ¿Y ahora qué hago? Repetía sin parar. Es sábado por la tarde, y
hasta el lunes las tiendas no abren. ¿Qué hago yo con la bombilla rota? Te esperas, le decía, pero no me escuchaba, y lloraba sin parar.
Quizá fuera cierto que no la entendía, quizá esa bombilla
significara algo más, quizá fuera la idea en la que, sin querer, vertió más
energías de la cuenta y terminó por estallar. Sin bombilla de repuesto, sin
tener ni idea de qué hacer.
Quizá fuera que ella, empeñada, tampoco me entendía cuando
le decía que en la casa había otras lámparas, ahora apagadas, pero que podía encender en cualquier momento e iluminar con sus haces otros
espacios que la bombilla que estalló no hubiera alumbrado…