No recuerdo en qué momento renuncié a las aceras para andar
por el centro de la calle. Ni cuándo dejé de quejarme de quienes se metían sin
permiso en mis conversaciones para meterme yo en las suyas. Ni cuándo dejó de
parecerme pequeña y cualquiera a encantadora y suya. La evolución entre la
queja y el placer ha sido tan paulatina e imperceptible, que ahora me hace
gracia el momento en que odié esta ciudad.
Llegó el momento de la despedida. La Ciudad XXX me dio la
primera lección: al principio duele, después te acostumbras. Una golondrina no
puede renunciar a alzar el vuelo, se moriría de frío, de pena o de rutina, y
este viaje es una droga dura que engancha. Me voy, Sevilla, te quedas con tu
calle Feria y tu Alameda, las que tantas veces recorrí al lomo de mis dos
ruedas dando vueltas a tantos sueños, a tanto baile intelectual, a tantas
canciones, a tantos nombres como de hombres me he enamorado y desenamorado en
cuestión de meses, horas y minutos. Los botes se han ido acabando
armónicamente anunciando el final del escenario: el champú, el dentífrico, el tomate frito y ese wasabi raro del
Lidl. El café y la leche han respetado un último desayuno, y el billete de AVE ha
sido barato. Me voy sin lágrimas, disfrazando las despedidas de un falso “hasta
mañana”, asumiendo que la gente importante permanece y no tiene cabida el
adiós. Los demás, pueden irse. Me voy y lo dejo todo cerrado, sin espinas
clavadas, sin asuntos pendientes y la cosecha recogida en mi cestita de logros.
Me pica la piel pegajosa, hace calor, el cuerpo me pide
Madrid (que me llama de lejos). Me echa de menos y yo también, un año es mucho
paréntesis en nuestra historia de amorodio. Otros gigantes caerán. Y yo,
seguiré volando.