El aro estaba ahí, apoyado en el cubo, abandonado en la
basura. Lo cogí emocionada. Estaba pelado, algo viejo del uso, pero era un
magnífico aro circense, de los que cualquiera hubiera soñado de niño. ¿Cómo
habría acabado en la basura? Quizá fuera el aro de un clown fracasado, de una
malabarista lesionada que no podría volver a actuar, de un niño que nunca
aprendió a bailar el hula-hop con un aro de semejante envergadura y decidió
deshacerse de él…
Me di de plazo hasta el siguiente contenedor: si se me
ocurría una buena idea para el aro, me lo quedaría. Si no, era su destino
acabar en la basura. Descartando la adopción por falta de espacio, decidí que
una buena alternativa era cambiar el aro de lugar, en vez de dejarlo en un cubo
de basura, lo apoyé en un árbol, sustituyendo la connotación de cachivache inservible
por la de objeto extraviado. Quince minutos después, dos abuelas lo llevaban en
la mano, sin intención aparente de abandonarlo.
A veces, sin querer, juzgamos erróneamente verdaderos
tesoros por el entorno en que se encuentran, sin saber que basta con cambiarlos
de sitio para verlos como son, o al menos de otra forma. Segundas oportunidades,
nuevas vidas, sólo cambiando el cristal desde el que se mira.
Transformar el mundo empieza en los ojos.
Transformar el mundo empieza en los ojos.
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