Fue en l’Eixample, en una de estas esquinas achaflanadas,
puede que Córsega con Indústria o Bruc con Girona. Otro día de calor húmedo
se acababa, con el sol que empezaba a tumbarse más allá de los edificios. El viejo salió al balcón del cuarto piso, tenía un aire despistado, como recién
levantado de una siesta a deshoras, o quizá confundido por aquél incesante
tráfico perpendicular. Tras dos segundos de oxígeno, se giró a la izquierda y,
alzándose sobre las puntillas, alcanzando una excesiva altura para su
barandilla insuficiente, se inclinó hacia el balcón vecino. A mi mente de
testigo clandestina acudieron dos ideas inmediatas: la del atraco y la del
suicidio. Sin tiempo de más fantasía, por la puerta del otro balcón asomó un
perro joven, agitado. Se conocían bien, el perro lamía la mano del viejo,
quien le rascaba con confianza por detrás de la oreja. Estuve un buen rato
mirando, envuelta por la calidez de la escena. Tras varios minutos de profundo
cariño, noté que algo cambió. Pudo parecer un impulso para alcanzar el lomo del
perro -o eso quise pensar- cuando en
un último instante el viejo alzó la pierna, se montó sobre la barandilla y,
aferrándose fuertemente con su mano a la barandilla vecina, saltó a la terraza,
donde el perro lo recibió con fervor. Ante mis ojos atónitos y los de nadie más
(el resto de transeúntes iban y venían, calle arriba, calle abajo, sin pararse
a mirar a los balcones), el viejo desapareció por la puerta del balcón, casa
adentro.
Lo que ocurriera después, yo no lo vi. Pero Marina, al girar
la llave y abrir la puerta de su casa, notó un aire extraño. Al darse cuenta de
lo ocurrido, rompió a llorar víctima de una inmensa impotencia. Sola y
atemorizada, salió al portal en un mar de lágrimas y llamó a la puerta de al
lado. Cuando abrió el viejo, se derrumbó, y entre sollozos apenas pudo articular cuatro palabras: “Josep,
me han robado”.
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