Él era danés, ella de Grecia, se fueron a juntar en
Barcelona. Con el telón de fondo de la ciudad sepia, una mirada bastó para
empezar a quererse para siempre. Sólo había un problema: ella no aprendió danés,
él nunca entendió el griego. Me los crucé por Passeig de Sant Joan, rompía el
par un crío de un año con la piel blanca y los ojos color aceituna. Ella le
hablaba en griego constantemente. Él, en danés todo el tiempo. Llegados al
culmen de la incomprensión, concluyeron que no podría haber mejor traductor que
ése que entre los dos se habían inventado.
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