martes, 20 de noviembre de 2012


Verá… creo que tengo disfunción escrita.
No sabe lo que me cuesta contar esto, nunca sospeché que pudiera pasarme, ¡a mí! 
Oiga, yo antes estaba siempre a punto, siempre en plena disposición, no importaban el lugar ni el momento: ya fuera con el bolígrafo, con un lápiz, con el teclado del ordenador, ¡lo que fuera! Llenaba hojas y hojas en arrebatos repentinos. Las páginas se abrían ante mí ardientes, deseosas de que las llenara de vida, de historias. Los personajes me buscaban, surgían pidiéndome atención: me abordaban en el metro, se colaban en mi cama y se entremezclaban en una bacanal de argumentos, conflictos y desenlaces que escribía antes de poder dormir.

Y ahora…

Ahora la miro, tan blanca y limpia que me da miedo corromperla con palabras nulas que no le conducirán más que a la insatisfacción. Ella (la página en blanco) me mira recostada, expectante, con residuos de esperanza por que vuelva a recorrerla de arriba abajo llenándola de letras. Cierro el cuaderno y casi la oigo chillarme desde dentro “¡Impotente!”. Hago oídos sordos, mire, me digo que no ha sido un buen día, quizás el estrés o el cansancio, y después de algunos días concluyo que no es mi mejor época. Pero pasados varios meses de silencio, de relatos incumplidos y de inspiración a medias, ya no sé si culpar a las Musas o culparme a mí. Y es por eso que estoy aquí, señor, señora o quien quiera que sea usted que está al otro lado. Para, antes de que me sigan recriminando las hojas no escritas, los personajes sin nombre y las historias nunca consumadas, hacerle frente para encontrar una solución. Estimado quien seas, creo que es justo que lo sepas: desde hace meses, tengo disfunción escrita.

miércoles, 8 de agosto de 2012

Qué pasó? Ocurrió así:

La golondrina vivía en un nido delicioso, hecho con una argamasa de ramitas y barro de colores. Quizá no era el mejor nido del mundo, pero era el suyo, y en él guardaba todo lo que tenía: su pasado, su presente y algunas miguitas de futuro que se dejaban adivinar. No era mucho, pero era su riqueza, y con ella la golondrina se sentía afortunada y agradecida.

El presente lo llevaba siempre consigo a donde fuera. El futuro, como estaba por descubrir, simplemente lo iba pensando por el camino. Su pasado, es decir, los recuerdos, los guardaba como su tesoro más valioso, en una caja fuerte que empleaba como una segunda memoria, en la que había tantos recuerdos como presente había tenido en los últimos años. En ese cofre estaba guardado todo lo que la golondrina consideraba importante y, excepto el olor, el sabor y el tacto, almacenaba en él celosamente todo aquello que consideraba imprescindible: todo su legado, toda su riqueza, sus experiencias, sus logros y pérdidas, y parte de su saber estaban ahí.

Siempre que salía a volar, cerraba el cofre después de haber metido los recuerdos más inmediatos y desplegaba sus alas para recopilar nuevos momentos que meter en su memoria.

Un día, como todos, la golondrina salió del nido para seguir construyendo su presente, y aunque era confiada (pero no inconsciente) no reparó en que, muy cerca de ella había otro ave al acecho.
 Probablemente fuera un buitre carroñero, o un cuervo mezquino y sin sentimientos, o simplemente una urraca amiga de lo ajeno con afán de revolver los nidos de los demás pájaros.

La golondrina alzó el vuelo aquella mañana sin figurarse que el cuervo andaba por ahí. El nido quedó solo, con el cofre de recuerdos latiendo su pasado. Cuando ella hubo desaparecido entre los rayos de sol, el cuervo entró en el nido, y sin miramientos, sin sentimientos, tomó con sus patas el cofre de los recuerdos y se lo llevó para siempre, dejando en el vacío su huella amarga.

Cuando a su regreso la golondrina descubrió aquello, sintió como si una parte de ella hubiera muerto, como un perdigonazo que hubiera herido la mitad de su existencia, aquello que le alimentaba los ánimos de seguir con el presente, lo que la hacía fuerte para pensar el futuro.

Sangró la herida y lloró mucho. Qué había hecho ella para que la vida respondiera así? Para qué quería el cuervo sus recuerdos? Qué debía hacer ahora?

La golondrina, sin darse por vencida, voló por todo el bosque tratando de recuperar su cofre. Pero no tuvo éxito, y sólo recogió frustración en su búsqueda.

Cansada, herida y rota por dentro, regresó a su nido, ahora vacío, y aprendió un nuevo y difícil sentimiento: la resignación.

Una vez lo hubo aceptado, supo, no sin amargura por sus recuerdos perdidos, ver la lección que le estaba dando la vida: si ahora tenía que aprender a vivir sin sus recuerdos más preciados, sin la parte inmaterial de la que se abastecía su espíritu, sería mucho más fácil el día que tuviera que prescindir de las comodidades materiales. Enjugó sus lágrimas con el ala, dibujó una levísima sonrisa y alzó el vuelo, decidida a seguir construyendo presente, soñando futuro y creando nuevos recuerdos para llenar un nuevo cofre.

Desde ahí, nada más: agua, sol, aire y una historia que continuar.

jueves, 2 de agosto de 2012

Próxima estación: incertesa


Un tercio de mi tiempo con la Princesa. ¿Ya? Demasiado rápido…
Un tercio, y sin querer me adelanto un par de pasos, surgen preguntas: ¿qué habrá después?
La Eterna me observa en silencio desde lejos, reflexiva, trazando alguna estratagema que me haga volver con ella, a la espera de mi próximo movimiento.
La Deseada me tiende sus brazos invisibles, invitándome a vivir mil pecados sobre su piel canela.
La Princesa me agarra de la mano, firme y cálida, me mira a los ojos y me dice: “Tienes lo que quieres. Eres feliz. Quédate conmigo”.
Pero no es tan fácil, Princesa, contigo soy feliz pero no sé si eso me basta. Un día le prometí a la Eterna que no la abandonaría nunca, y por ahora no he hecho más que incumplir, devolviendo vanas palabras de regreso. 
La Deseada me ofrece lo más oscuro, la inestabilidad, el conflicto. El sepia que oscila entre el blanco y negro y el color. Y es difícil hacer frente a la tentación del conflicto, a la trama sobre la que camina la funambulista entre la meta y el suelo.
¿Qué meta? ¿Cuál es la meta? ¿Dónde pretendo llegar? ¿Con quién me quedo?
No hay meta que valga, la meta es el camino, y sigo caminando, a veces aquí, a veces más adelante… imaginando poder ser aquella a quien la Eterna creó y a quien la Princesa conquistó, en los abruptos e irresistibles dominios de la Deseada… 

…o no.

viernes, 20 de julio de 2012

Los ángeles desterrados


La corte de los ángeles tiene varios bandos. En realidad, más que varios, tiene infinitos bandos: tantos como miembros pertenecen a la corte. Cuando nacieron, fueron repartidos por el mundo, no el celestial, el nuestro, salpicados como millones de gotitas por cada rincón del planeta. Ser ángel otorga ciertas cualidades, poderes mágicos concedidos con un significado especial: por ejemplo, hacer que el mundo se pare con su llanto, o al contrario, iluminar más que el sol con su sonrisa. Sin embargo, esas cualidades se van atenuando a medida que pasa el tiempo, muchas veces hasta casi desaparecer. Y es que, como es sabido, no hay nada eterno en esta vida: un día, se deja de ser ángel.

Mientras lo siguen siendo, los ángeles llegan y utilizan durante el día sus poderes para construir un mundo más cálido: lo llenan de ruidos, de juegos, de manchas, de imperfecciones, berrinches y risas, de dibujos disparatados e inimaginables para los demás, pero no para ellos, porque los ángeles pueden imaginar todo lo que se nos escapa al resto. Cuando llega la noche y se acuestan, hacen como que se duermen hasta que se apagan las luces. Después, con su escalera desplegable suben al cielo, donde juegan en su patio de nubes, siguen saltando, gritando, bailando, llenando todo de luz aunque a bajo sea de noche.

En una esquina de ese patio, en la que apenas se repara si no se mira con atención, se halla una estrecha escalera de caracol, con un cartel que señala hacia abajo y reza “Realidad”. Algunas veces, un ángel es apartado del patio de nubes y enviado a esa escalera, por la que baja en silencio de nuevo al mundo. Es el otro bando de los ángeles, a los que, sin tener culpa, sin haberlo merecido, sin haberlo buscado y mucho menos pedido, se les niega el derecho al cielo, el derecho al que todos los ángeles deberían acceder: descansar del mundo y alejarse de la Realidad.

Y es que, la Realidad, sin el decorado de juguetes, canciones y pinturas de colores, pocas veces es grata. Estos ángeles no pueden dormir, y si lo hacen, no duermen bien. Se les quita su escalera desplegable y no pueden volver al cielo. Muchas veces sus poderes se ven mermados, y aunque lo sigan siendo, se limita su identidad de ángel. El peor de los casos se alcanza cuando el ángel no logra paralizar el mundo con su llanto: la Realidad lo arrolla impasible, y por mucho que insista, no cambia. Entonces, el ángel se ve envuelto en un mundo gris, y en lugar de irradiar calidez, se enfría, a veces se hace mayor de golpe, aunque siga siendo un ángel. Y esto, aunque no siempre lo veamos, pasa muchas más veces de las que nos gustaría. Es así como el mundo pierde poco a poco su color, la Realidad va ganando terreno a los Sueños, hay ángeles obligados a dejar de serlo, y nosotros, ni nos damos cuenta.

Sin embargo, pese a todo, hay un poder que los ángeles nunca, nunca perderán: iluminar más que el sol con su sonrisa. 

Mientras eso sea así, quedará la esperanza de que los que fueron exiliados, antes de que se acabe su tiempo como ángeles, recuperen su escalera desplegable y puedan dormir, como los demás, un poco más cerca de las estrellas.

sábado, 30 de junio de 2012

Cambio de escenario


Las luces se apagan, se cierra el telón. Tras el aplauso, los actores van saliendo y entran los mozos, que con sigilo y destreza desmantelan poco a poco el decorado: la mesilla con forma de flor, el sari hecho cortina, la cafetera humeante. También los falsos adoquines del empedrado de la calle, la fachada amarilla de la corrala estampada en cartón, y ese banco de Mesón de Paredes que sostuvo tantas conversaciones durante la última escena. 
El escenario se va quedando vacío, sólo queda en el medio de la sala la figura de la actriz principal, sentada en el suelo, piernas cruzadas, ojos cerrados. El ir y venir de los mozos no interrumpe el meditabundo entreacto, por su cabeza corren veloces las frases de un escueto guión, que se resume en apenas cuatro líneas de sinopsis, y que cede el grueso a la Improvisación. El acto comenzará con un monólogo, ella sola ante el público. Al escenario vacío comienzan a traer nuevos elementos de decorado, el atrezo cambia, se simulan calles empinadas y en el fondo se dibuja una ventana con vistas a un gran río. El escenógrafo pasa a dar el visto bueno, los mozos se retiran, la actriz vuelve a estar sola en un nuevo escenario aún desconocido, ante el reto de improvisar sin siquiera previo ensayo. 
En el punto álgido del silencio, cuando el murmullo de fuera ha cesado, abre los ojos y se pone en pie: se encienden las luces, se abre el telón. 

Comienza la función.

miércoles, 20 de junio de 2012

A diez días de la Princesa


A diez días de la despedida, aún sin billete de avión ni techo (ni siquiera provisional), la Princesa se materializa ante mí poco a poco. Tan tímida y tan sugerente, me va enseñando trocitos, para mantenerme con tensión pero sin entregarse del todo. A diez días de la despedida la anhelo, me quiero encontrar con ella, y apuro al mismo tiempo lo poquito que me queda con La Eterna, que es quien me ve marchar de nuevo. Antes se sentía abandonada con cada una de mis idas sin vuelta, pero ha aprendido que es mi forma de quererla. Ya me conoce, y sabe que siempre vuelvo. Yo le digo, sin intención de amenaza, que a lo mejor un día no lo hago, y me da la razón, porque sabe que no es cierto, ha descubierto que es mejor no contradecirme. Para qué discutir, si aunque yo no quiera, sé que La Eterna tiene razón. Ya no llora mis infidelidades, e incluso me desea que disfrute. Me ve avanzar hacia la Princesa mientras la dejo atrás. 
La exprimo los últimos días, dudando lo justo si hago bien en dejarla. Paseo por casa y veo que el baño está algo más vacío, la cocina más diáfana, quizá algo más recogida. El perfume de un nuevo suavizante rompe la normalidad del tendedero. Aún no he hecho las maletas, todas mis cosas siguen ahí. Pero mi gente empieza a hacer planes a corto plazo sin mí, y yo sin ellos. Será que la despedida se hace realidad, y ya he empezado a irme. Aunque, como bien sabe La Eterna, no hay que darle mucha importancia. 

Al fin y al cabo, siempre termino volviendo.

lunes, 7 de mayo de 2012

Tras el rastro de la Perla Negra


Me recibe Ámsterdam como a una vieja conocida. Pasando Amstel Station se van reavivando los recuerdos que tanto miedo me daban, tomando forma y color a medida que el tren avanza. Parpadeo  y empieza a llover. Las gotitas se pegan al cristal como un reclamo, pero ignoro y miro más allá. Las casas se estrechan y se tuercen. Es como si nunca me hubiera ido. Central Station me da la bienvenida haciendo que automáticamente me sienta una más. Como si nunca me hubiera ido.

Mi nueva montura me espera, es de prestado, con toques plateados. Se alza en una talla que poco concuerda con la mía, y que hace del primer encuentro un trance incómodo. Alta y torpona, se deja montar con docilidad, con los aires de un burrito viejo, curtido y manso por la experiencia de haber sido domado por muchos jinetes. Rodamos juntas, teniéndonos la una a la otra como un consuelo insuficiente: la reincidente y la montura de repuesto. En esta ciudad es imposible no reincidir. 

Cabalgué por todos los lugares que descubrí con ella, con mi Perla, con todos los recuerdos desbordándose por las ventanas de las casitas, emergiendo de los canales y de las alcantarillas. Iba recogiendo cada uno de ellos, con miedo de que apareciera el absurdo sentimentalismo que siempre se encarga de empañar las cosas con nostalgias trasnochadas que escondemos como si no existieran, pero que terminan por explotar y ponerlo todo perdido. Pero estaba equivocada. Me creí débil ante la memoria, pero no lo era.

Era absurdo ir por la Ciudad XXX atada a los recuerdos de la Perla Negra, teniendo como misión el sueño imposible de recuperar mi vieja montura y a quien un año atrás la dirigía. Empecé a recibir todos los mensajes que la ciudad me mandaba, como regalos que me había estado guardando desde que me fui hasta mi regreso. El Prinsengracht está espléndido, disfrútalo como antes, pero sé consciente de que ahora eres otra persona, me dice, deléitate con el nuevo sabor.

 Me sentí fuerte, feliz por haber vivido, feliz por seguir viviendo. El absurdo sentimentalismo no apareció, le dije al burrito plateado que me llevara a Plantage y me fumé un cigarro mirando al Muidergracht con una gran sonrisa pintando mis labios. Me fui de allí con la enorme certeza de que todo es transitorio: las ciudades, las personas, los momentos, los sentimientos malos y también los buenos. Y si todo ello es transitorio, yo también lo soy. Así que me voy, Perla Negra. Ha sido un placer haberte recordado, a veces te echaré de menos  como la gran compañera que fuiste, pero nada es para siempre.  Nuestro momento fue aquél, lo vivimos y pasó. Tú tendrás otro dueño, yo otros gigantes contra los que luchar.




Hasta la próxima, Amsterdam. La batalla contra el pasado está ganada.



domingo, 4 de marzo de 2012

Tesoros rescatados del fondo del pasado


10 de junio, 2009
Las fichas del puzzle de mi vida fueron repartidas el mismo día que comenzó el juego. Desde ese momento no he hecho más que unir piezas, y es así como se explican las cosas.
Date cuenta, todo tiene un sentido, nada ocurre si no encaja con cualquier otra cosa que ya haya pasado, se reparte una pieza nueva, distinta, que hay que saber encajar, porque es de ese modo como las cosas cobran un sentido, cuando se relacionan y logras ver el cuadro conjunto que forman todas ellas.

Tú eres una pieza clave en mi puzzle. Por eso apareciste en mi vida.
Si no, ¿qué sentido tendría haberte conocido?



Eso es lo que seguiré haciendo. Unir piezas, y a ver qué sale.


viernes, 24 de febrero de 2012

Mis condiciones aristocráticas


Pese a que desde hace algún tiempo venía sospechando mi nominación a tan solemne título, no cabía en mis planes que mi nombramiento sobrevendría tan de improviso, casi de la noche a la mañana, justo el día después de mi cumpleaños. Verdaderamente, si hubiera podido me habría quedado con otro regalo, pero el título que me fue concedido el uno de febrero no se podía rechazar, y cuando digo esto, significa que no quedaba otro remedio que aceptarlo.
La notificación llegó de soslayo, después de una reconciliación a medias, de un intento de pasión que rayaba la mesura. Abrí el sobre y leí la carta que me convocaba a recibir mi nueva y pomposa denominación.
Me aproximé a la gran puerta de hierro tras la que se abría aquél nuevo destino, y antes de que pudiera llamar, ya se había abierto. Caminé por la alfombra que arropaba el largo pasillo, mis pies avanzaban hacia adelante pero mi mente luchaba por mandarlos escapar, era inútil, ya no podía. Nunca imaginé que las palabras dichas sin querer pudieran tener tantas consecuencias. Al final del pasillo me esperabas tú, cuando llegué a ti giraste en ángulo recto y me miraste, con los ojos llenos de tristeza pero voz firme. Tomaste la insignia entre tus manos y la contemplaste con aspereza, preguntándote quizá por qué habíamos terminado venciéndonos al cansancio de no saber cómo reinventarnos. En silencio, hablándome solamente con la mirada, me colocaste la medalla en la que brillaban dos letras, sobrias como dos islas incomunicadas. Ex.
Se intentó. Lo intentamos, aunque siempre me quedará la duda de si lo que hicimos fue suficiente, o si podríamos haber hecho más. Yo hice lo mismo, al fin y al cabo la brillante idea fue mía, aunque no me molesté en disimular el temblor de mis manos al otorgarte a ti también el título mutuo que nos estábamos concediendo. El título que nadie nunca quiere que llegue, porque representa todo aquello de lo que siempre huimos y que nos terminó alcanzando. Así terminamos los dos, recibiendo de nuestras propias manos la grandilocuente designación que demostraba que todo, absolutamente todo, acaba siendo caduco.
Todo menos este título, que desde el mismo momento en que se otorga, se convierte en vitalicio. Nos espera una eternidad para llevar esta condecoración con la mayor dignidad posible, minimizando cualquier atisbo de amor y de culpa, después de salir por esta puerta de hierro y tomar direcciones opuestas. Quizá dentro de un tiempo, cuando el corazoncito se nos haya curado, volvamos a plantearnos la opción de querer tanto como un día nos quisimos.

miércoles, 11 de enero de 2012

Agenda escolar vs agenda anual


A mí, que soy un desastre, que soy el desorden mismo, que no sé dónde tengo la cabeza, que tengo reloj y siempre llego tarde, que lo adelanto diez minutos y aun así llego tarde. Yo, que soy esposa y esclava de la rutina, que voy cada mañana de transbordo en transbordo, caminando por los andenes como por el pasillo de mi casa. Que trato infructuosamente de domesticar mi caos y convertirlo en lo contrario, y así optimizar mi tiempo, mi espacio y mis circunstancias. A mí, que como segundo cerebro tengo una agenda, se me ha ocurrido que ahora, ahora que estrenamos año, quizá sería buena idea comprarme una agenda anual. A priori me pareció una gran idea, hasta que recordé que ya estaba en posesión de una, la sobria y funcionalísima agenda escolar de la universidad. La última agenda escolar que le corresponde a mi último año de carrera. Entonces me surgió un gran dilema: ¿Debería cambiar mi agenda escolar por una anual?
A mí, que nunca me ha gustado dejar nada a medias, y menos una agenda llena de misiones cumplidas y de días por escribir.
Pero sin embargo tengo como máxima el “renovarse o morir”, hablando en pro de la novedad y la innovación que supondría el cambiar “cursos” por “años”.
Con la contra de que ya no me encajan las páginas dedicadas a horarios de tutorías, fechas de exámenes, notas de trabajos, cuatrimestres. Ya no hay febreros ni junios, y no más que un par de trabajos que entregar.
Yo, que ya la creía superada, reviviría mi peter-panalidad y volvería a entrar en crisis de edad, por dejar atrás lo escolar y convertirme en una persona anual, quiero decir, adulta.
Pero a la altura de julio la agenda escolar se termina, entonces todo mi caos se me caería encima, sin posibilidad de ser almacenado en casillas de días peinados a lo calendario, y me arrepentiría enormemente de no haber cambiado a una agenda anual.
Yo, con mi personificación constante de las cosas, me sentiría infiel ante mi agenda escolar, que quedaría desolada al verme marchar con otra.
A mí, que me cuesta horrores desvincularme del pasado, despegarme de cualquier cosa que se le asocie, después de tantos años compartidos con agendas escolares, se me presenta el futuro en la puerta en forma de agenda anual, recordándome que ya no voy al cole, ni al instituto, y que dentro de muy poco dejaré de ir a la universidad. Habré dejado de ser escolar y me convertiré en trabajadora, o profesional, o muy probablemente parada, y en ese caso no necesitaría ni agenda, algo que no me gustaría nada y que acabaría con todos estos absurdos supuestos.
Y quizá sencillamente, este inmenso y determinante dilema provenga de que en mi agenda actual (la escolar), se aproxima una fecha señalada en la que está escrito desde hace meses “¡Feliz cumpleaños!”

Cosas de la vida, no me siento mayor, pero sí me hago mayor.
Así que para compensar, creo que me quedo con mi agenda escolar.