Él era danés, ella de Grecia, se fueron a juntar en
Barcelona. Con el telón de fondo de la ciudad sepia, una mirada bastó para
empezar a quererse para siempre. Sólo había un problema: ella no aprendió danés,
él nunca entendió el griego. Me los crucé por Passeig de Sant Joan, rompía el
par un crío de un año con la piel blanca y los ojos color aceituna. Ella le
hablaba en griego constantemente. Él, en danés todo el tiempo. Llegados al
culmen de la incomprensión, concluyeron que no podría haber mejor traductor que
ése que entre los dos se habían inventado.
comedia sin título
lunes, 24 de agosto de 2015
domingo, 16 de agosto de 2015
Polvo de estrellas
Las noches de diez de
agosto son famosas por la lluvia de perseidas, también conocidas como lágrimas
de San Lorenzo, que no son sino minúsculas partículas de polvo que se
desprenden del cometa Swift-Tuttle en su rodeo anual al planeta Tierra. En tan
señalada ocasión, muchos ojos miran hacia arriba en busca de un destello,
cientos de personas acuden con deseos por cumplir buscando su estrella,
encomendando al universo la tarea que se les va de las manos para que se haga
realidad. Mirando cara a cara al cielo se hayan absorbidos por la conciencia de
la inmensidad de ahí arriba, de la pequeñez de aquí abajo, quizá sintiéndose
agradecidos por, pese a todo, estar vivos. Después, como humanos que son,
vuelven a bajar la mirada al ras para seguir con sus asuntos, sin darse cuenta
de que olvidaron sus deseos a merced de las estrellas. El cielo ha terminado
por quedar repleto de deseos invisibles que penden del aire, más allá de la
estratosfera, donde cada agosto brillan las perseidas.
Lejos de supersticiones, a veces, en un cruce casi accidental, sucede que una de estas perseidas, sumida en su vuelo distraído, colisiona con uno de aquellos deseos pendientes que pueblan el cielo. En ese momento, se forma una bolita de materia incandescente, débil ante la gravedad, que se precipita a la Tierra y se posa en su superficie. A ras de suelo, la materia de esa bola se reconvierte, se vuelve blanda y oxidable, aunque firme y duradera por unos cuantos años: las estrellas fugaces se convierten en personas.
Todas y cada una de las perseidas reconvertidas tienen una misión vital: lograr cumplir el deseo del que surgieran una noche de agosto, para lo que se les concede un breve (ridículo, en términos cósmicos) período de tiempo, que oscila entre los cero y alrededor de los 100 años en el caso de las más longevas.
No se sabe identificar muy bien quiénes son, supuestamente vinieron al mundo por el mismo canal que todos los demás, pero si os cruzáis con alguna, probablemente la reconoceréis por ser una persona apasionada, ardiente y entregada a un algo en concreto, un estímulo que la mantiene encendida, un deseo de aprender o de dedicar su corazón a un cometido. ¿Acaso existe alguien que no lo sea?
Con el tiempo, las perseidas se apagan. No es por tristeza, ni por haber fracasado en la tarea encomendada. Simplemente, se cumple el lapso que les fue asignado. Llegado el instante, se hace balance de su paso por este mundo. Si el deseo que las llevó a nacer se ha cumplido, su materia cambiará de nuevo, esta vez en forma de esfera ardiente y explosiva, en constante ebullición, y su luz perdurará durante millones de años en algún lugar del que nos traerá noticias con su resplandor en el cielo. Habrá nacido una nueva estrella.Por su parte, aquellas que por alguna razón no hayan visto su deseo hecho realidad, se acercarán a algún lugar oscuro y silencioso, una noche de agosto, y concentrando toda su energía, enviarán al cielo su mensaje, esperando que el rastro del Swift-Tuttle lo recoja a su paso, probablemente sin saber que ellas mismas son los deseos cumplidos de las estrellas.
Lejos de supersticiones, a veces, en un cruce casi accidental, sucede que una de estas perseidas, sumida en su vuelo distraído, colisiona con uno de aquellos deseos pendientes que pueblan el cielo. En ese momento, se forma una bolita de materia incandescente, débil ante la gravedad, que se precipita a la Tierra y se posa en su superficie. A ras de suelo, la materia de esa bola se reconvierte, se vuelve blanda y oxidable, aunque firme y duradera por unos cuantos años: las estrellas fugaces se convierten en personas.
Todas y cada una de las perseidas reconvertidas tienen una misión vital: lograr cumplir el deseo del que surgieran una noche de agosto, para lo que se les concede un breve (ridículo, en términos cósmicos) período de tiempo, que oscila entre los cero y alrededor de los 100 años en el caso de las más longevas.
No se sabe identificar muy bien quiénes son, supuestamente vinieron al mundo por el mismo canal que todos los demás, pero si os cruzáis con alguna, probablemente la reconoceréis por ser una persona apasionada, ardiente y entregada a un algo en concreto, un estímulo que la mantiene encendida, un deseo de aprender o de dedicar su corazón a un cometido. ¿Acaso existe alguien que no lo sea?
Con el tiempo, las perseidas se apagan. No es por tristeza, ni por haber fracasado en la tarea encomendada. Simplemente, se cumple el lapso que les fue asignado. Llegado el instante, se hace balance de su paso por este mundo. Si el deseo que las llevó a nacer se ha cumplido, su materia cambiará de nuevo, esta vez en forma de esfera ardiente y explosiva, en constante ebullición, y su luz perdurará durante millones de años en algún lugar del que nos traerá noticias con su resplandor en el cielo. Habrá nacido una nueva estrella.Por su parte, aquellas que por alguna razón no hayan visto su deseo hecho realidad, se acercarán a algún lugar oscuro y silencioso, una noche de agosto, y concentrando toda su energía, enviarán al cielo su mensaje, esperando que el rastro del Swift-Tuttle lo recoja a su paso, probablemente sin saber que ellas mismas son los deseos cumplidos de las estrellas.
domingo, 2 de agosto de 2015
Barcelona 1 - El perro y el viejo
Fue en l’Eixample, en una de estas esquinas achaflanadas,
puede que Córsega con Indústria o Bruc con Girona. Otro día de calor húmedo
se acababa, con el sol que empezaba a tumbarse más allá de los edificios. El viejo salió al balcón del cuarto piso, tenía un aire despistado, como recién
levantado de una siesta a deshoras, o quizá confundido por aquél incesante
tráfico perpendicular. Tras dos segundos de oxígeno, se giró a la izquierda y,
alzándose sobre las puntillas, alcanzando una excesiva altura para su
barandilla insuficiente, se inclinó hacia el balcón vecino. A mi mente de
testigo clandestina acudieron dos ideas inmediatas: la del atraco y la del
suicidio. Sin tiempo de más fantasía, por la puerta del otro balcón asomó un
perro joven, agitado. Se conocían bien, el perro lamía la mano del viejo,
quien le rascaba con confianza por detrás de la oreja. Estuve un buen rato
mirando, envuelta por la calidez de la escena. Tras varios minutos de profundo
cariño, noté que algo cambió. Pudo parecer un impulso para alcanzar el lomo del
perro -o eso quise pensar- cuando en
un último instante el viejo alzó la pierna, se montó sobre la barandilla y,
aferrándose fuertemente con su mano a la barandilla vecina, saltó a la terraza,
donde el perro lo recibió con fervor. Ante mis ojos atónitos y los de nadie más
(el resto de transeúntes iban y venían, calle arriba, calle abajo, sin pararse
a mirar a los balcones), el viejo desapareció por la puerta del balcón, casa
adentro.
Lo que ocurriera después, yo no lo vi. Pero Marina, al girar
la llave y abrir la puerta de su casa, notó un aire extraño. Al darse cuenta de
lo ocurrido, rompió a llorar víctima de una inmensa impotencia. Sola y
atemorizada, salió al portal en un mar de lágrimas y llamó a la puerta de al
lado. Cuando abrió el viejo, se derrumbó, y entre sollozos apenas pudo articular cuatro palabras: “Josep,
me han robado”.
jueves, 29 de enero de 2015
Robert's special day
When Robert
took off the train, he had the feeling that it was going to be a very special
day in his life. He stopped in the platform and stood there for a minute,
letting the cold air touch his face and wake him up. He lit a cigarette before
thinking his next step. He was nervous, and still wondering what was he doing
there, five hundred kilometres far from his house, in a city he had never been,
to meet somebody who had never seen. But he was happy.
It was
going to be his first blind date, something that at the beginning made him feel
kind of stupid, a teen, but after fifteen years of failed marriage and a bunch
more back to bachelor’s life, he could feel again that “something” -name it
illusion - he had already forgotten.
Robert
threw the cigarette and followed the sign pointing the downtown. He was looking
forward to meet that woman, a woman who he hadn’t even seen in a picture before,
but whose dazzling words revealed the wisdom of someone who understands the
meaning of life, and her calmed voice could make him feel good, up to the point
of being able to talk to her for hours. In fact, it had been the only thing
they had done: speak on the telephone. Despite that, he was looking forward to
meet her, touch her, get to know her and, why not, make her love him, as he was
having that unexpected feeling who made him move such a far distance to see a
stranger. In his cloud of thoughts, he checked the time and hurried up, it
started to be late.
Not too far
from Robert, somebody was also checking the time. Behind a steamy cup of coffee
and looking randomly to a newspaper, She was getting impatient. Nobody had ever
made the Death wait, and nobody would. It was impossible to be late for that
appointment. However, She liked to converse at least for a few minutes with
those who were called to accompany her, but if they were late, the time for
conversation dwindled.
When Robert
entered the bar, there were less than five minutes left to be punctual where
they had to be. He looked agitated and stared around with an air of urgency.
The Death stood up and smiled. He went straight to Her, and smiled too. There
wasn’t almost time left.
‘Hello
Robert. It is so nice to meet you. You have to follow me, we have to go
somewhere’.
And he did.
Certainly, he would have followed her wherever She wanted. Even to the end of
his days.
Indeed, it
was a very special day in Robert’s life. The last one of all of them.
domingo, 28 de septiembre de 2014
Broken bulb
No quise estar allí para cuando despertara. Iba a estar
malhumorada, de morros, no iba a querer hablar conmigo. Se había acostado
exhausta de llorar, tenía los párpados tan hinchados que apenas podía abrir los
ojos. Intenté, inútilmente, convencerla de que no merecía la pena llevarse tal
disgusto porque se hubiera fundido la bombilla de la lámpara. Puede que ella tuviera
razón, que no la entendiera, pero me pareció patético, absurdo, y ella me
pareció tan ridícula. Lloraba a gritos, histérica, porque al enroscar la
bombilla y darle al interruptor, había estallado sin más. Me increpó que por
qué no la había avisado. La bombilla no había soportado tanta potencia y
explotó, ¿qué sé yo de potencias? ¿Qué cojones me importaba a mí, habiendo más
luces en la casa? Pero no, ella estaba ciega, obcecada con la dichosa
lamparita. ¿Y ahora qué hago? Repetía sin parar. Es sábado por la tarde, y
hasta el lunes las tiendas no abren. ¿Qué hago yo con la bombilla rota? Te esperas, le decía, pero no me escuchaba, y lloraba sin parar.
Quizá fuera cierto que no la entendía, quizá esa bombilla
significara algo más, quizá fuera la idea en la que, sin querer, vertió más
energías de la cuenta y terminó por estallar. Sin bombilla de repuesto, sin
tener ni idea de qué hacer.
Quizá fuera que ella, empeñada, tampoco me entendía cuando
le decía que en la casa había otras lámparas, ahora apagadas, pero que podía encender en cualquier momento e iluminar con sus haces otros
espacios que la bombilla que estalló no hubiera alumbrado…
martes, 22 de julio de 2014
Despedida 5
No recuerdo en qué momento renuncié a las aceras para andar
por el centro de la calle. Ni cuándo dejé de quejarme de quienes se metían sin
permiso en mis conversaciones para meterme yo en las suyas. Ni cuándo dejó de
parecerme pequeña y cualquiera a encantadora y suya. La evolución entre la
queja y el placer ha sido tan paulatina e imperceptible, que ahora me hace
gracia el momento en que odié esta ciudad.
Llegó el momento de la despedida. La Ciudad XXX me dio la
primera lección: al principio duele, después te acostumbras. Una golondrina no
puede renunciar a alzar el vuelo, se moriría de frío, de pena o de rutina, y
este viaje es una droga dura que engancha. Me voy, Sevilla, te quedas con tu
calle Feria y tu Alameda, las que tantas veces recorrí al lomo de mis dos
ruedas dando vueltas a tantos sueños, a tanto baile intelectual, a tantas
canciones, a tantos nombres como de hombres me he enamorado y desenamorado en
cuestión de meses, horas y minutos. Los botes se han ido acabando
armónicamente anunciando el final del escenario: el champú, el dentífrico, el tomate frito y ese wasabi raro del
Lidl. El café y la leche han respetado un último desayuno, y el billete de AVE ha
sido barato. Me voy sin lágrimas, disfrazando las despedidas de un falso “hasta
mañana”, asumiendo que la gente importante permanece y no tiene cabida el
adiós. Los demás, pueden irse. Me voy y lo dejo todo cerrado, sin espinas
clavadas, sin asuntos pendientes y la cosecha recogida en mi cestita de logros.
Me pica la piel pegajosa, hace calor, el cuerpo me pide
Madrid (que me llama de lejos). Me echa de menos y yo también, un año es mucho
paréntesis en nuestra historia de amorodio. Otros gigantes caerán. Y yo,
seguiré volando.
martes, 8 de julio de 2014
El aro, el cubo, el árbol. Short version.
El aro estaba ahí, apoyado en el cubo, abandonado en la
basura. Lo cogí emocionada. Estaba pelado, algo viejo del uso, pero era un
magnífico aro circense, de los que cualquiera hubiera soñado de niño. ¿Cómo
habría acabado en la basura? Quizá fuera el aro de un clown fracasado, de una
malabarista lesionada que no podría volver a actuar, de un niño que nunca
aprendió a bailar el hula-hop con un aro de semejante envergadura y decidió
deshacerse de él…
Me di de plazo hasta el siguiente contenedor: si se me
ocurría una buena idea para el aro, me lo quedaría. Si no, era su destino
acabar en la basura. Descartando la adopción por falta de espacio, decidí que
una buena alternativa era cambiar el aro de lugar, en vez de dejarlo en un cubo
de basura, lo apoyé en un árbol, sustituyendo la connotación de cachivache inservible
por la de objeto extraviado. Quince minutos después, dos abuelas lo llevaban en
la mano, sin intención aparente de abandonarlo.
A veces, sin querer, juzgamos erróneamente verdaderos
tesoros por el entorno en que se encuentran, sin saber que basta con cambiarlos
de sitio para verlos como son, o al menos de otra forma. Segundas oportunidades,
nuevas vidas, sólo cambiando el cristal desde el que se mira.
Transformar el mundo empieza en los ojos.
Transformar el mundo empieza en los ojos.
domingo, 1 de junio de 2014
De follar y tirar
Un día, estando en un concierto, en una fiesta, en un bar,
conoces a una tía. Al principio parece una tía normal, pero al poco te das
cuenta de que tiene una chispita que la diferencia, quizá una chispita que te
haya encendido algo dentro. Por una vez no coartas el impulso y le hablas, le
preguntas su nombre, tratas de parecer interesante, ingenioso, ambas cosas.
Despiertas su interés y te vas, sin olvidarte de pedirle el teléfono. Esperas
un tiempo prudencial y la escribes para que no parezca que hay ansia. Te
responde y te da conversación. Volvéis a quedar, esta vez en una fiesta, en un bar, en un concierto. Os besáis, os metéis
mano. La invitas a casa esperanzado, te apetece follar con alguien, por qué no con
ella, la invitas a dormir y le prometes al oído que tendrás las manos quietas.
Pero ella y tú sabéis que mientes, así que declina. Te sorprendes cuando al día
siguiente te escribe sin haber empezado tú. “Quizá le interese algo”, te dices.
Empiezas a imaginar igual que aquella lechera, recuerdas tu
edad y piensas que no estaría mal algo de estabilidad, que no te importaría.
Contestas a sus mensajes sin entregarte del todo, enseñando la patita. Piensas
en ella varias veces durante el día, aunque te empeñas en centrarte en tus
obligaciones. Te compras ropa interior nueva: ¿calzoncillos negros o grises?
Grises están bien. Y una colonia de esas que les ponen.
Te presentas en su piso, la idea de la flor era muy cursi,
sacas el vino, mucho mejor. Lo abrís y lo bebéis: ella con seguridad, tú con la
necesidad de adquirir la fluidez del tinto. La besas, la desnudas. Te monta, es
dominante. Ni siquiera mira los calzoncillos grises cuando te los quita porque
te mira a la cara de una forma que crees que te hará explotar. Se la mete y no
puedes creer que ese placer sea real, no es de este mundo, te hace flotar,
estás a punto de dejarte llevar cuando caes en la cuenta del riesgo. Cambias
las tornas, te pones encima, marcas el ritmo mientras piensas en cómo
aplastabas con el tenedor las patatas cocidas en casa de tu abuela, o cómo te
jode que los mosquitos te despierten zumbándote al oído por la noche. Zumbar,
zumbar, no puedes creer que te estés zumbando a esta tía, lleváis hablando toda
la semana, parece algo especial, quizá esta vez funcione. Te la tiras, se lo haces
lo mejor que puedes para que quiera repetir, sin mostrar un ápice de amor para
que ella no note nada. Sólo sexo, ¿de verdad?
Termináis, tú antes que ella, sabes que no está bien, un
apaño puede empañarlo todo. Pero ha respirado, ha gemido, se ha corrido como
tú, o mejor porque es mujer. Te quedas, te duermes, te despiertas. Un café y te
piras con un beso de despedida y tú tan contento, una sonrisa en los labios para
todo el camino y más.
No quieres agobiar, pero han pasado dos horas y le escribes.
Te contesta con una sonrisita escueta. Nada más. No habéis quedado para otro
día, aunque confías volver a verla en algún bar, una fiesta, un concierto.
Esperas a que ella dé el paso, pero pasa el tiempo de
cortesía y no. Es lunes y dice que está ocupada, trabajo, deporte, perro,
padres. Es martes: amigas, inglés y no sé qué. Es miércoles y no le escribes,
porque te quieres hacer el interesante, si es que causas algún interés. El
jueves desistes y el viernes sales, birra en un bar, concierto, luego fiesta. Pasan
de las cuatro y suena el móvil, es ella. Suena distante, distorsionada, no
sabes si eres tú o ella quien habla raro. Te dice que está cerca, ¿nos vemos?
Te promete que tendrá las manos quietas. Sólo dormir. Está tan borracha que quizá
esta vez sea verdad. Declinas. Esa de en frente lleva mirándote un buen rato. No es tan difícil encontrar otro cuento de
follar y tirar.
¿Qué es la vida? Conseguir.
¿Conseguir, qué?
Una erección, una amante, un condón.
Y el amor ya no lo es tanto, que todo lo vale el sexo, y los
sueños, sexo son.
jueves, 15 de mayo de 2014
Mi novio trabaja de estatua en la Puerta del Sol. No es un
indigente, ni es pobre. Es un artista desempleado, como tantos. Le conocí así, me quedé mirándole a él de entre todos los artistas freelance de la plaza: los levitantes, las fuentes de
cántaros interminables, el torero, las figuras de barro, los soldados
futuristas. Él no levitaba, se había bañado en pintura plateada y simulaba un
complicado revés de tenista. Me paré detenidamente: ningún soporte oculto, sólo
un pie como única base para un imposible ejercicio de equilibrio que mantener
durante mucho rato.
Analicé sus músculos en tensión: visto al detalle, se notaba
cómo sus extremidades temblaban muy levemente, de manera casi invisible. El
viento en su pelo pintado movía las hebrillas que habían quedado sueltas, lo
que me confirmó que era humano. No titubeé y le eché una moneda esperando que
cambiase de posición. No lo hizo. En ese momento me enamoré de él.
Cada día se pinta de un personaje diferente, así entrena
habilidades, dice. A veces voy a buscarle a la salida y tomamos algo. He
tomado café con Groucho Marx, Elvis, Marilyn Monroe y Charles Chaplin. Él dice
que son muy típicos, pero que el público simpatiza más con los famosos muertos
que con los vivos, que son más criticables que dignos de respetar.
Cuando hacemos el amor, se quita toda la pintura y se
convierte en él mismo. Y es así como más me gusta, color carne, en constante
movimiento, humanizado por el sudor y las palabras ahogadas en su respiración
intensa.
Le ayudo a arreglarse y me pide consejo. Dice no haber
encontrado aún su personaje favorito, uno con el que identificarse y que no
sólo represente un parecido. Para mí la pintura es perfecta, el gesto logrado,
la pose inmejorablemente quieta. Sin embargo él, frustrado, se lamenta por no
haber alcanzado la identidad definitiva.
[3,2,1, past]
Un día, después de tomar una cerveza con Freddy Mercury, nos
fuimos a casa. En lugar de quitarse la ropa, el bigote postizo y el maquillaje
como hacía siempre, se fue directamente a hacer la cena mientras cantaba The
show must go on.
Empezó a actuar como los personajes a los que imitaba fuera
de la tarima de la Puerta del Sol. A veces llegaba a casa y me le encontraba
inmóvil a medio camino entre el moonwalk y el golpe de pelvis. Yo le decía que
se estaba tomando el trabajo demasiado en serio, que se lo estaba trayendo a casa, pero él no me contestaba y mantenía la mirada en un punto perdido sin la
interrupción de un solo parpadeo. Se metía tanto en el papel que ya ni siquiera
se desmaquillaba cuando hacíamos el amor: cada vez más quieto, más pintura,
menos voz.
Cansada de una situación que ya duraba demasiado, salí a
buscarle al trabajo, pero no estaba. Pensé que se habría adelantado y le
encontraría en casa, pero no. Después de tres días desaparecido, entró
por la puerta con rastros de pintura gris mate. Ante mi histeria, respondió impasible
que las estatuas no contestaban al teléfono. Y se fue. En ese momento, decidí
dejarle.
No fue hasta un tiempo después que, de paseo por el Retiro,
vi un corrillo de gente aglomerada. Cuando me acerqué, me costó reconocerlo: se
había subido en una plataforma cilíndrica, muy alta. Una serpiente se le
enredaba en las piernas y dos inmensas alas desplegadas le nacían en la
espalda. La gruesa capa de pintura se había fusionado con su piel
petrificándolo, y estaba sumido en una contorsión tan perfecta que hacía
difícil distinguir la estatua original de la fingida.
Había encontrado su identidad. Yo seguiría buscando la mía.
Mientras el Ángel Caído acumulaba monedas sin preocuparse por recogerlas, decidí - cansada de tanto inmovilismo - que esta vez quería enamorarme de alguien que verdaderamente me hiciera volar.
Por la calle Preciados pasé al lado de uno de esos levitantes, y me quedé
mirando con atención. No era verdad que flotara, por supuesto, pero me resultó
curioso. “Puede ser un buen comienzo”, pensé. Y le eché una moneda.
miércoles, 23 de abril de 2014
Primera entrada de 2014
Una vez miré tan alto, tan alto que se me ocurrió la idea de
querer cambiar el mundo a mejor. Había empezado por lo bajo, lo que tenía más
cerca que no me gustaba, y quise cambiarlo a mejor. Quise cambiar que se
burlaran de aquél niño porque era negro. Quise cambiar que mi barrio estuviera
feo porque tiraban papeles. Quise no encontrarme jeringuillas bajo los coches
de una ciudad “tan normal”, y que no hubiera quien las usara. Quise demostrar ser
igual de buena por ser chica como podían serlo los chicos (o mejor). Y según
iba entendiendo, según iba sabiendo, según iba creciendo, iba mirando un poco
más hacia arriba, y quise cambiar la nota injusta de un examen, quise parar el
maltrato a un compañero o acompañar a alguien que andaba solo. Quise contrariar
a la Iglesia perteneciendo a una familia variopinta que algunos no entendían. Quise
demostrar que era tan buena como la élite viniendo de una familia humilde, “tan
normal”. Y cuanto más crecía, más alto miraba, más quería cambiar las cosas que
no me gustaban: fui a manifestaciones porque quería cambiar un sistema
educativo injusto y desigual. Comprendí que el poder lo ostentan unos pocos y
quise cambiar esa injusticia que venden como democracia. Encontré en mi vida
gente que necesitaba ayuda, y me sentí responsable. Elegí una carrera, pensé
que sería el inicio para cambiar el mundo, cambiarlo a mejor. Comprendí que la
desigualdad no sólo me afecta a mí y a mi vecino, sino que distingue entre el
Norte y el Sur, en mi barrio, en mi país y en el mundo entero, y quise que
aquello no fuera así, que no hubiera desigualdad y que todos tuviéramos unos derechos
y unas condiciones dignas. Seguí creciendo y seguí aprendiendo. Seguí viendo
desigualdades, injusticia, violencia y sentía que era capaz de pararlo, que
estaba preparándome para ello. Miré más alto y quise cambiar que las grandes
multinacionales estrangularan a la gente humilde. Supe que las cosas que yo compro
las fabrican otros muy lejos, y entendí que pese a las largas distancias, mis
actos aquí tienen consecuencias allí. Quise cambiar la dependencia de los
hidrocarburos, desde el coche hasta los pozos de Irak. Quise cambiar el cambio
climático, detener el deshielo que ahoga a Tuvalu, salvar a las abejas. Quise
que la vida tuviera más valor que el dinero. Quise defender el arte y la
igualdad de género, y la creatividad y la música all over the world, disfrutando la interculturalidad que el mundo
global nos tiene y que salta vayas y atraviesa océanos.
Y con el querer cambiar iba cambiando a la vez que no me
daba cuenta de que el mundo también me cambiaba.
Al ir hilando razones, al ir descubriendo causas destapaba
otras causas que me llevaban a otras consecuencias. Hay tanto que no sé, que no
sé por dónde empezar a cambiar. Creo que he subido demasiado alto, tanta cosa
me da vértigo, y me dan ganas de saltar. Saltar y abandonar Monsanto, el
apartheid y el atún rojo. Volver a beber CocaCola y tirar ese maldito papel al
suelo en vez de a la papelera. Comprar sin mirar etiquetas. Tirar toda la
basura en la misma bolsa. Abrir el grifo sin perdón. Pensar en que quiero ser
yo a quien salven y no la que se empeña en salvar. Y volver de lo grande a lo
chico, fundirme con la burocracia y ser parte del sistema, y ser una tía “tan
normal” y ser una pieza de un puzzle caótico pero que avanza día a día
alrededor del Sol.
Saltar de una vez o seguir subiendo. En esas estoy.
Saltar de una vez o seguir subiendo. En esas estoy.
martes, 20 de noviembre de 2012
Verá… creo que tengo disfunción escrita.
No sabe lo que me cuesta contar esto, nunca sospeché que
pudiera pasarme, ¡a mí!
Oiga, yo antes estaba siempre a punto, siempre en plena disposición, no importaban el lugar ni el momento: ya fuera con el bolígrafo, con un lápiz, con el teclado del ordenador, ¡lo que fuera! Llenaba hojas y hojas en arrebatos repentinos. Las páginas se abrían ante mí ardientes, deseosas de que las llenara de vida, de historias. Los personajes me buscaban, surgían pidiéndome atención: me abordaban en el metro, se colaban en mi cama y se entremezclaban en una bacanal de argumentos, conflictos y desenlaces que escribía antes de poder dormir.
Oiga, yo antes estaba siempre a punto, siempre en plena disposición, no importaban el lugar ni el momento: ya fuera con el bolígrafo, con un lápiz, con el teclado del ordenador, ¡lo que fuera! Llenaba hojas y hojas en arrebatos repentinos. Las páginas se abrían ante mí ardientes, deseosas de que las llenara de vida, de historias. Los personajes me buscaban, surgían pidiéndome atención: me abordaban en el metro, se colaban en mi cama y se entremezclaban en una bacanal de argumentos, conflictos y desenlaces que escribía antes de poder dormir.
Y ahora…
Ahora la miro, tan blanca y limpia que me da miedo
corromperla con palabras nulas que no le conducirán más que a la insatisfacción.
Ella (la página en blanco) me mira recostada, expectante, con residuos de
esperanza por que vuelva a recorrerla de arriba abajo llenándola de letras. Cierro
el cuaderno y casi la oigo chillarme desde dentro “¡Impotente!”. Hago oídos
sordos, mire, me digo que no ha sido un buen día, quizás el estrés o el
cansancio, y después de algunos días concluyo que no es mi mejor época. Pero pasados
varios meses de silencio, de relatos incumplidos y de inspiración a medias, ya
no sé si culpar a las Musas o culparme a mí. Y es por eso que estoy aquí,
señor, señora o quien quiera que sea usted que está al otro lado. Para, antes
de que me sigan recriminando las hojas no escritas, los personajes sin nombre y
las historias nunca consumadas, hacerle frente para encontrar una solución. Estimado
quien seas, creo que es justo que lo sepas: desde hace meses, tengo disfunción
escrita.
miércoles, 8 de agosto de 2012
Qué pasó? Ocurrió así:
La golondrina vivía en un nido delicioso, hecho con una argamasa de ramitas y barro de colores. Quizá no era el mejor nido del mundo, pero era el suyo, y en él guardaba todo lo que tenía: su pasado, su presente y algunas miguitas de futuro que se dejaban adivinar. No era mucho, pero era su riqueza, y con ella la golondrina se sentía afortunada y agradecida.
El presente lo llevaba siempre consigo a donde fuera. El futuro, como estaba por descubrir, simplemente lo iba pensando por el camino. Su pasado, es decir, los recuerdos, los guardaba como su tesoro más valioso, en una caja fuerte que empleaba como una segunda memoria, en la que había tantos recuerdos como presente había tenido en los últimos años. En ese cofre estaba guardado todo lo que la golondrina consideraba importante y, excepto el olor, el sabor y el tacto, almacenaba en él celosamente todo aquello que consideraba imprescindible: todo su legado, toda su riqueza, sus experiencias, sus logros y pérdidas, y parte de su saber estaban ahí.
Siempre que salía a volar, cerraba el cofre después de haber metido los recuerdos más inmediatos y desplegaba sus alas para recopilar nuevos momentos que meter en su memoria.
Un día, como todos, la golondrina salió del nido para seguir construyendo su presente, y aunque era confiada (pero no inconsciente) no reparó en que, muy cerca de ella había otro ave al acecho.
Probablemente fuera un buitre carroñero, o un cuervo mezquino y sin sentimientos, o simplemente una urraca amiga de lo ajeno con afán de revolver los nidos de los demás pájaros.
La golondrina alzó el vuelo aquella mañana sin figurarse que el cuervo andaba por ahí. El nido quedó solo, con el cofre de recuerdos latiendo su pasado. Cuando ella hubo desaparecido entre los rayos de sol, el cuervo entró en el nido, y sin miramientos, sin sentimientos, tomó con sus patas el cofre de los recuerdos y se lo llevó para siempre, dejando en el vacío su huella amarga.
Cuando a su regreso la golondrina descubrió aquello, sintió como si una parte de ella hubiera muerto, como un perdigonazo que hubiera herido la mitad de su existencia, aquello que le alimentaba los ánimos de seguir con el presente, lo que la hacía fuerte para pensar el futuro.
Sangró la herida y lloró mucho. Qué había hecho ella para que la vida respondiera así? Para qué quería el cuervo sus recuerdos? Qué debía hacer ahora?
La golondrina, sin darse por vencida, voló por todo el bosque tratando de recuperar su cofre. Pero no tuvo éxito, y sólo recogió frustración en su búsqueda.
Cansada, herida y rota por dentro, regresó a su nido, ahora vacío, y aprendió un nuevo y difícil sentimiento: la resignación.
Una vez lo hubo aceptado, supo, no sin amargura por sus recuerdos perdidos, ver la lección que le estaba dando la vida: si ahora tenía que aprender a vivir sin sus recuerdos más preciados, sin la parte inmaterial de la que se abastecía su espíritu, sería mucho más fácil el día que tuviera que prescindir de las comodidades materiales. Enjugó sus lágrimas con el ala, dibujó una levísima sonrisa y alzó el vuelo, decidida a seguir construyendo presente, soñando futuro y creando nuevos recuerdos para llenar un nuevo cofre.
Desde ahí, nada más: agua, sol, aire y una historia que continuar.
El presente lo llevaba siempre consigo a donde fuera. El futuro, como estaba por descubrir, simplemente lo iba pensando por el camino. Su pasado, es decir, los recuerdos, los guardaba como su tesoro más valioso, en una caja fuerte que empleaba como una segunda memoria, en la que había tantos recuerdos como presente había tenido en los últimos años. En ese cofre estaba guardado todo lo que la golondrina consideraba importante y, excepto el olor, el sabor y el tacto, almacenaba en él celosamente todo aquello que consideraba imprescindible: todo su legado, toda su riqueza, sus experiencias, sus logros y pérdidas, y parte de su saber estaban ahí.
Siempre que salía a volar, cerraba el cofre después de haber metido los recuerdos más inmediatos y desplegaba sus alas para recopilar nuevos momentos que meter en su memoria.
Un día, como todos, la golondrina salió del nido para seguir construyendo su presente, y aunque era confiada (pero no inconsciente) no reparó en que, muy cerca de ella había otro ave al acecho.
Probablemente fuera un buitre carroñero, o un cuervo mezquino y sin sentimientos, o simplemente una urraca amiga de lo ajeno con afán de revolver los nidos de los demás pájaros.
La golondrina alzó el vuelo aquella mañana sin figurarse que el cuervo andaba por ahí. El nido quedó solo, con el cofre de recuerdos latiendo su pasado. Cuando ella hubo desaparecido entre los rayos de sol, el cuervo entró en el nido, y sin miramientos, sin sentimientos, tomó con sus patas el cofre de los recuerdos y se lo llevó para siempre, dejando en el vacío su huella amarga.
Cuando a su regreso la golondrina descubrió aquello, sintió como si una parte de ella hubiera muerto, como un perdigonazo que hubiera herido la mitad de su existencia, aquello que le alimentaba los ánimos de seguir con el presente, lo que la hacía fuerte para pensar el futuro.
Sangró la herida y lloró mucho. Qué había hecho ella para que la vida respondiera así? Para qué quería el cuervo sus recuerdos? Qué debía hacer ahora?
La golondrina, sin darse por vencida, voló por todo el bosque tratando de recuperar su cofre. Pero no tuvo éxito, y sólo recogió frustración en su búsqueda.
Cansada, herida y rota por dentro, regresó a su nido, ahora vacío, y aprendió un nuevo y difícil sentimiento: la resignación.
Una vez lo hubo aceptado, supo, no sin amargura por sus recuerdos perdidos, ver la lección que le estaba dando la vida: si ahora tenía que aprender a vivir sin sus recuerdos más preciados, sin la parte inmaterial de la que se abastecía su espíritu, sería mucho más fácil el día que tuviera que prescindir de las comodidades materiales. Enjugó sus lágrimas con el ala, dibujó una levísima sonrisa y alzó el vuelo, decidida a seguir construyendo presente, soñando futuro y creando nuevos recuerdos para llenar un nuevo cofre.
Desde ahí, nada más: agua, sol, aire y una historia que continuar.
jueves, 2 de agosto de 2012
Próxima estación: incertesa
Un tercio
de mi tiempo con la Princesa. ¿Ya? Demasiado rápido…
Un tercio,
y sin querer me adelanto un par de pasos, surgen preguntas: ¿qué habrá después?
La
Eterna me observa en silencio desde lejos, reflexiva, trazando alguna
estratagema que me haga volver con ella, a la espera de mi próximo movimiento.
La Deseada
me tiende sus brazos invisibles, invitándome a vivir mil pecados sobre su piel
canela.
La
Princesa me agarra de la mano, firme y cálida, me mira a los ojos y me dice: “Tienes
lo que quieres. Eres feliz. Quédate conmigo”.
Pero no
es tan fácil, Princesa, contigo soy feliz pero no sé si eso me basta. Un día le
prometí a la Eterna que no la abandonaría nunca, y por ahora no he hecho más
que incumplir, devolviendo vanas palabras de regreso.
La Deseada
me ofrece lo más oscuro, la inestabilidad, el conflicto. El sepia que oscila
entre el blanco y negro y el color. Y es difícil hacer frente a la tentación
del conflicto, a la trama sobre la que camina la funambulista entre la meta y
el suelo.
¿Qué
meta? ¿Cuál es la meta? ¿Dónde pretendo llegar? ¿Con quién me quedo?
No hay
meta que valga, la meta es el camino, y sigo caminando, a veces aquí, a veces
más adelante… imaginando poder ser aquella a quien la Eterna creó y a quien la
Princesa conquistó, en los abruptos e irresistibles dominios de la Deseada…
…o no.
viernes, 20 de julio de 2012
Los ángeles desterrados
La corte
de los ángeles tiene varios bandos. En realidad, más que varios, tiene
infinitos bandos: tantos como miembros pertenecen a la corte. Cuando nacieron,
fueron repartidos por el mundo, no el celestial, el nuestro, salpicados como
millones de gotitas por cada rincón del planeta. Ser ángel otorga ciertas
cualidades, poderes mágicos concedidos con un significado especial: por
ejemplo, hacer que el mundo se pare con su llanto, o al contrario, iluminar más
que el sol con su sonrisa. Sin embargo, esas cualidades se van atenuando a
medida que pasa el tiempo, muchas veces hasta casi desaparecer. Y es que, como
es sabido, no hay nada eterno en esta vida: un día, se deja de ser ángel.
Mientras
lo siguen siendo, los ángeles llegan y utilizan durante el día sus poderes para
construir un mundo más cálido: lo llenan de ruidos, de juegos, de manchas, de
imperfecciones, berrinches y risas, de dibujos disparatados e inimaginables
para los demás, pero no para ellos, porque los ángeles pueden imaginar todo lo
que se nos escapa al resto. Cuando llega la noche y se acuestan, hacen como que
se duermen hasta que se apagan las luces. Después, con su escalera desplegable
suben al cielo, donde juegan en su patio de nubes, siguen saltando, gritando,
bailando, llenando todo de luz aunque a bajo sea de noche.
En una
esquina de ese patio, en la que apenas se repara si no se mira con atención, se
halla una estrecha escalera de caracol, con un cartel que señala hacia abajo y
reza “Realidad”. Algunas veces, un ángel es apartado del patio de nubes y
enviado a esa escalera, por la que baja en silencio de nuevo al mundo. Es el
otro bando de los ángeles, a los que, sin tener culpa, sin haberlo merecido, sin
haberlo buscado y mucho menos pedido, se les niega el derecho al cielo, el
derecho al que todos los ángeles deberían acceder: descansar del mundo y
alejarse de la Realidad.
Y es
que, la Realidad, sin el decorado de juguetes, canciones y pinturas de colores,
pocas veces es grata. Estos ángeles no pueden dormir, y si lo hacen, no duermen
bien. Se les quita su escalera desplegable y no pueden volver al cielo. Muchas veces
sus poderes se ven mermados, y aunque lo sigan siendo, se limita su identidad
de ángel. El peor de los casos se alcanza cuando el ángel no logra paralizar el
mundo con su llanto: la Realidad lo arrolla impasible, y por mucho que insista,
no cambia. Entonces, el ángel se ve envuelto en un mundo gris, y en lugar de
irradiar calidez, se enfría, a veces se hace mayor de golpe, aunque siga siendo
un ángel. Y esto, aunque no siempre lo veamos, pasa muchas más veces de las que
nos gustaría. Es así como el mundo pierde poco a poco su color, la Realidad va
ganando terreno a los Sueños, hay ángeles obligados a dejar de serlo, y
nosotros, ni nos damos cuenta.
Sin embargo,
pese a todo, hay un poder que los ángeles nunca, nunca perderán: iluminar más
que el sol con su sonrisa.
Mientras
eso sea así, quedará la esperanza de que los que fueron exiliados, antes de que
se acabe su tiempo como ángeles, recuperen su escalera desplegable y puedan
dormir, como los demás, un poco más cerca de las estrellas.
sábado, 30 de junio de 2012
Cambio de escenario
Las
luces se apagan, se cierra el telón. Tras el aplauso, los actores van saliendo
y entran los mozos, que con sigilo y destreza desmantelan poco a poco el
decorado: la mesilla con forma de flor, el sari hecho cortina, la cafetera
humeante. También los falsos adoquines del empedrado de la calle,
la fachada amarilla de la corrala estampada en cartón, y ese banco de Mesón de
Paredes que sostuvo tantas conversaciones durante la última escena.
El escenario se va quedando vacío, sólo queda en el medio de la sala la figura de la actriz principal, sentada en el suelo, piernas cruzadas, ojos cerrados. El ir y venir de los mozos no interrumpe el meditabundo entreacto, por su cabeza corren veloces las frases de un escueto guión, que se resume en apenas cuatro líneas de sinopsis, y que cede el grueso a la Improvisación. El acto comenzará con un monólogo, ella sola ante el público. Al escenario vacío comienzan a traer nuevos elementos de decorado, el atrezo cambia, se simulan calles empinadas y en el fondo se dibuja una ventana con vistas a un gran río. El escenógrafo pasa a dar el visto bueno, los mozos se retiran, la actriz vuelve a estar sola en un nuevo escenario aún desconocido, ante el reto de improvisar sin siquiera previo ensayo.
En el punto álgido del silencio, cuando el murmullo de fuera ha cesado, abre los ojos y se pone en pie: se encienden las luces, se abre el telón.
El escenario se va quedando vacío, sólo queda en el medio de la sala la figura de la actriz principal, sentada en el suelo, piernas cruzadas, ojos cerrados. El ir y venir de los mozos no interrumpe el meditabundo entreacto, por su cabeza corren veloces las frases de un escueto guión, que se resume en apenas cuatro líneas de sinopsis, y que cede el grueso a la Improvisación. El acto comenzará con un monólogo, ella sola ante el público. Al escenario vacío comienzan a traer nuevos elementos de decorado, el atrezo cambia, se simulan calles empinadas y en el fondo se dibuja una ventana con vistas a un gran río. El escenógrafo pasa a dar el visto bueno, los mozos se retiran, la actriz vuelve a estar sola en un nuevo escenario aún desconocido, ante el reto de improvisar sin siquiera previo ensayo.
En el punto álgido del silencio, cuando el murmullo de fuera ha cesado, abre los ojos y se pone en pie: se encienden las luces, se abre el telón.
Comienza
la función.
miércoles, 20 de junio de 2012
A diez días de la Princesa
A diez
días de la despedida, aún sin billete de avión ni techo (ni siquiera
provisional), la Princesa se materializa ante mí poco a poco. Tan tímida y tan
sugerente, me va enseñando trocitos, para mantenerme con tensión
pero sin entregarse del todo. A diez días de la despedida la anhelo, me quiero
encontrar con ella, y apuro al mismo tiempo lo poquito que me queda con La
Eterna, que es quien me ve marchar de nuevo. Antes se sentía abandonada con
cada una de mis idas sin vuelta, pero ha aprendido que es mi forma de quererla.
Ya me conoce, y sabe que siempre vuelvo. Yo le digo, sin intención de amenaza,
que a lo mejor un día no lo hago, y me da la razón, porque sabe que no es
cierto, ha descubierto que es mejor no contradecirme. Para qué discutir,
si aunque yo no quiera, sé que La Eterna tiene razón. Ya no llora mis
infidelidades, e incluso me desea que disfrute. Me ve avanzar hacia la Princesa
mientras la dejo atrás.
La exprimo los últimos días, dudando lo justo si hago bien en dejarla. Paseo por casa y veo que el baño está algo más vacío, la cocina más diáfana, quizá algo más recogida. El perfume de un nuevo suavizante rompe la normalidad del tendedero. Aún no he hecho las maletas, todas mis cosas siguen ahí. Pero mi gente empieza a hacer planes a corto plazo sin mí, y yo sin ellos. Será que la despedida se hace realidad, y ya he empezado a irme. Aunque, como bien sabe La Eterna, no hay que darle mucha importancia.
Al fin y al cabo, siempre termino volviendo.
La exprimo los últimos días, dudando lo justo si hago bien en dejarla. Paseo por casa y veo que el baño está algo más vacío, la cocina más diáfana, quizá algo más recogida. El perfume de un nuevo suavizante rompe la normalidad del tendedero. Aún no he hecho las maletas, todas mis cosas siguen ahí. Pero mi gente empieza a hacer planes a corto plazo sin mí, y yo sin ellos. Será que la despedida se hace realidad, y ya he empezado a irme. Aunque, como bien sabe La Eterna, no hay que darle mucha importancia.
Al fin y al cabo, siempre termino volviendo.
lunes, 7 de mayo de 2012
Tras el rastro de la Perla Negra
Me recibe
Ámsterdam como a una vieja conocida. Pasando Amstel Station se van reavivando
los recuerdos que tanto miedo me daban, tomando forma y color a medida que el
tren avanza. Parpadeo y empieza a llover.
Las gotitas se pegan al cristal como un reclamo, pero ignoro y miro más allá. Las
casas se estrechan y se tuercen. Es como si nunca me hubiera ido. Central
Station me da la bienvenida haciendo que automáticamente me sienta una más. Como
si nunca me hubiera ido.
Mi nueva
montura me espera, es de prestado, con toques plateados. Se alza en una talla
que poco concuerda con la mía, y que hace del primer encuentro un trance
incómodo. Alta y torpona, se deja montar con docilidad, con los aires de un
burrito viejo, curtido y manso por la experiencia de haber sido domado por
muchos jinetes. Rodamos juntas, teniéndonos la una a la otra como un consuelo
insuficiente: la reincidente y la montura de repuesto. En esta ciudad es
imposible no reincidir.
Cabalgué por
todos los lugares que descubrí con ella, con mi Perla, con todos los recuerdos
desbordándose por las ventanas de las casitas, emergiendo de los canales y de
las alcantarillas. Iba recogiendo cada uno de ellos, con miedo de que
apareciera el absurdo sentimentalismo que siempre se encarga de empañar las
cosas con nostalgias trasnochadas que escondemos como si no existieran, pero
que terminan por explotar y ponerlo todo perdido. Pero estaba equivocada. Me creí
débil ante la memoria, pero no lo era.
Era absurdo ir por
la Ciudad XXX atada a los recuerdos de la Perla Negra, teniendo como misión el
sueño imposible de recuperar mi vieja montura y a quien un año atrás la dirigía.
Empecé a recibir todos los mensajes que la ciudad me mandaba, como regalos que
me había estado guardando desde que me fui hasta mi regreso. El Prinsengracht
está espléndido, disfrútalo como antes, pero sé consciente de que ahora eres
otra persona, me dice, deléitate con el nuevo sabor.
Me sentí fuerte, feliz por haber vivido, feliz
por seguir viviendo. El absurdo sentimentalismo no apareció, le dije al burrito
plateado que me llevara a Plantage y me fumé un cigarro mirando al Muidergracht
con una gran sonrisa pintando mis labios. Me fui de allí con la enorme certeza
de que todo es transitorio: las ciudades, las personas, los momentos, los
sentimientos malos y también los buenos. Y si todo ello es transitorio, yo
también lo soy. Así que me voy, Perla Negra. Ha sido un placer haberte recordado,
a veces te echaré de menos como la gran
compañera que fuiste, pero nada es para siempre. Nuestro momento fue aquél, lo vivimos y pasó. Tú tendrás otro dueño, yo otros gigantes contra los que luchar.
Hasta la próxima, Amsterdam. La batalla contra el pasado está ganada.
domingo, 4 de marzo de 2012
Tesoros rescatados del fondo del pasado
10 de junio, 2009
Las fichas del puzzle de mi vida fueron repartidas el mismo día que comenzó el juego. Desde ese momento no he hecho más que unir piezas, y es así como se explican las cosas.
Date cuenta, todo tiene un sentido, nada ocurre si no encaja con cualquier otra cosa que ya haya pasado, se reparte una pieza nueva, distinta, que hay que saber encajar, porque es de ese modo como las cosas cobran un sentido, cuando se relacionan y logras ver el cuadro conjunto que forman todas ellas.
Tú eres una pieza clave en mi puzzle. Por eso apareciste en mi vida.
Si no, ¿qué sentido tendría haberte conocido?
Eso es lo que seguiré haciendo. Unir piezas, y a ver qué sale.
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viernes, 24 de febrero de 2012
Mis condiciones aristocráticas
Pese a que desde hace algún tiempo venía sospechando mi nominación a tan solemne título, no cabía en mis planes que mi nombramiento sobrevendría tan de improviso, casi de la noche a la mañana, justo el día después de mi cumpleaños. Verdaderamente, si hubiera podido me habría quedado con otro regalo, pero el título que me fue concedido el uno de febrero no se podía rechazar, y cuando digo esto, significa que no quedaba otro remedio que aceptarlo.
La notificación llegó de soslayo, después de una reconciliación a medias, de un intento de pasión que rayaba la mesura. Abrí el sobre y leí la carta que me convocaba a recibir mi nueva y pomposa denominación.
Me aproximé a la gran puerta de hierro tras la que se abría aquél nuevo destino, y antes de que pudiera llamar, ya se había abierto. Caminé por la alfombra que arropaba el largo pasillo, mis pies avanzaban hacia adelante pero mi mente luchaba por mandarlos escapar, era inútil, ya no podía. Nunca imaginé que las palabras dichas sin querer pudieran tener tantas consecuencias. Al final del pasillo me esperabas tú, cuando llegué a ti giraste en ángulo recto y me miraste, con los ojos llenos de tristeza pero voz firme. Tomaste la insignia entre tus manos y la contemplaste con aspereza, preguntándote quizá por qué habíamos terminado venciéndonos al cansancio de no saber cómo reinventarnos. En silencio, hablándome solamente con la mirada, me colocaste la medalla en la que brillaban dos letras, sobrias como dos islas incomunicadas. Ex.
Se intentó. Lo intentamos, aunque siempre me quedará la duda de si lo que hicimos fue suficiente, o si podríamos haber hecho más. Yo hice lo mismo, al fin y al cabo la brillante idea fue mía, aunque no me molesté en disimular el temblor de mis manos al otorgarte a ti también el título mutuo que nos estábamos concediendo. El título que nadie nunca quiere que llegue, porque representa todo aquello de lo que siempre huimos y que nos terminó alcanzando. Así terminamos los dos, recibiendo de nuestras propias manos la grandilocuente designación que demostraba que todo, absolutamente todo, acaba siendo caduco.
Todo menos este título, que desde el mismo momento en que se otorga, se convierte en vitalicio. Nos espera una eternidad para llevar esta condecoración con la mayor dignidad posible, minimizando cualquier atisbo de amor y de culpa, después de salir por esta puerta de hierro y tomar direcciones opuestas. Quizá dentro de un tiempo, cuando el corazoncito se nos haya curado, volvamos a plantearnos la opción de querer tanto como un día nos quisimos.
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