domingo, 16 de octubre de 2011

La ventana, la araña y yo

Con la ventana de par en par, y con el otoño que se escaquea como telón de fondo en un octubre a mitad de camino entre septiembre y noviembre, descorro la cortina y me asomo a la calle. Las mangas cortas siguen dominando la incipiente temporada fall/winter, y yo frustrada deseando ponerme un jersey. Antes de regresar a la cueva me recreo un poco más en este domingo disfrazado de abril, o mayo, me recuesto temerariamente en el poyete de la ventana a escuchar a un músico no muy virtuoso tocar la guitarra y cantar “Que canten los niños”. En estas estoy cuando giro la cabeza y entre la sorpresa y el fastidio descubro que en el margen derecho de mi ventana, cierta visitante ha vuelto a establecer su casa. Digo vuelto porque no es la primera vez que en ese mismo lugar (es decir, mi ventana), tengo una singular okupa que no logro quitarme de encima. La inquilina en cuestión es una araña a la que le gustan las vistas desde mi habitación, y se empeña en querer vivir ahí sin soltar, por supuesto, ni un duro de alquiler.
En un principio, con más repelús que atrevimiento, y poniendo la aracnofobia como excusa, eliminé a conciencia la tela trazada en el poyete, aprovechando que la dueña se había ausentado. Satisfecha y orgullosa, pensé que el problema se había terminado. Ignorante…
Una semana más tarde, la tela volvía a estar ahí. La araña me había retado, así que corrí a por el aspirador para sobreponerme a mi enemiga, asegurándome esta vez que no quedaba ni rastro de la aracno-casa. Tras una muestra de mi superioridad patente, me volví a retirar triunfal, dando por hecho que esta vez sí que era la ganadora. Pero ella, sin darse por vencida, decidió hacerme entender que mi superioridad instrumental no podría con algo aún más fuerte: su perseverancia.
Así llevamos una temporada, yo luchando contra ella y ella haciéndome ver que no tiene la menor intención de irse. Echando mano yo de aspiradora, ella de doble y hasta triple hilo, expandiéndose hasta el primer ladrillo rojizo que linda con mi ventana, traspasando las barreras de la arquitectura y esmerándose en la suya propia creando edificios transparentes con sus ocho extremidades. Al final, entre tanta resistencia, no pude más que encontrar admiración.
Tanto es así que, por enésima vez, me encuentro con que la hija de Aracne no se da por vencida, y yo, desgastada en esta guerra, creo que será mejor vivir y dejar vivir, que continuar en mi propósito de echarla. Asumo para mis adentros que me ha terminado ganando, así que le doy las buenas tardes y sonrío amablemente. No vaya a ser que se enfade y al final me pique.