domingo, 28 de septiembre de 2014

Broken bulb

No quise estar allí para cuando despertara. Iba a estar malhumorada, de morros, no iba a querer hablar conmigo. Se había acostado exhausta de llorar, tenía los párpados tan hinchados que apenas podía abrir los ojos. Intenté, inútilmente, convencerla de que no merecía la pena llevarse tal disgusto porque se hubiera fundido la bombilla de la lámpara. Puede que ella tuviera razón, que no la entendiera, pero me pareció patético, absurdo, y ella me pareció tan ridícula. Lloraba a gritos, histérica, porque al enroscar la bombilla y darle al interruptor, había estallado sin más. Me increpó que por qué no la había avisado. La bombilla no había soportado tanta potencia y explotó, ¿qué sé yo de potencias? ¿Qué cojones me importaba a mí, habiendo más luces en la casa? Pero no, ella estaba ciega, obcecada con la dichosa lamparita. ¿Y ahora qué hago? Repetía sin parar. Es sábado por la tarde, y hasta el lunes las tiendas no abren. ¿Qué hago yo con la bombilla rota? Te esperas, le decía, pero no me escuchaba, y lloraba sin parar.

Quizá fuera cierto que no la entendía, quizá esa bombilla significara algo más, quizá fuera la idea en la que, sin querer, vertió más energías de la cuenta y terminó por estallar. Sin bombilla de repuesto, sin tener ni idea de qué hacer.



Quizá fuera que ella, empeñada, tampoco me entendía cuando le decía que en la casa había otras lámparas, ahora apagadas, pero que podía encender en cualquier momento e iluminar con sus haces otros espacios que la bombilla que estalló no hubiera alumbrado…

martes, 22 de julio de 2014

Despedida 5

No recuerdo en qué momento renuncié a las aceras para andar por el centro de la calle. Ni cuándo dejé de quejarme de quienes se metían sin permiso en mis conversaciones para meterme yo en las suyas. Ni cuándo dejó de parecerme pequeña y cualquiera a encantadora y suya. La evolución entre la queja y el placer ha sido tan paulatina e imperceptible, que ahora me hace gracia el momento en que odié esta ciudad.

Llegó el momento de la despedida. La Ciudad XXX me dio la primera lección: al principio duele, después te acostumbras. Una golondrina no puede renunciar a alzar el vuelo, se moriría de frío, de pena o de rutina, y este viaje es una droga dura que engancha. Me voy, Sevilla, te quedas con tu calle Feria y tu Alameda, las que tantas veces recorrí al lomo de mis dos ruedas dando vueltas a tantos sueños, a tanto baile intelectual, a tantas canciones, a tantos nombres como de hombres me he enamorado y desenamorado en cuestión de meses, horas y minutos. Los botes se han ido acabando armónicamente anunciando el final del escenario: el champú, el dentífrico, el tomate frito y ese wasabi raro del Lidl. El café y la leche han respetado un último desayuno, y el billete de AVE ha sido barato. Me voy sin lágrimas, disfrazando las despedidas de un falso “hasta mañana”, asumiendo que la gente importante permanece y no tiene cabida el adiós. Los demás, pueden irse. Me voy y lo dejo todo cerrado, sin espinas clavadas, sin asuntos pendientes y la cosecha recogida en mi cestita de logros.


Me pica la piel pegajosa, hace calor, el cuerpo me pide Madrid (que me llama de lejos). Me echa de menos y yo también, un año es mucho paréntesis en nuestra historia de amorodio. Otros gigantes caerán. Y yo, seguiré volando.

martes, 8 de julio de 2014

El aro, el cubo, el árbol. Short version.

El aro estaba ahí, apoyado en el cubo, abandonado en la basura. Lo cogí emocionada. Estaba pelado, algo viejo del uso, pero era un magnífico aro circense, de los que cualquiera hubiera soñado de niño. ¿Cómo habría acabado en la basura? Quizá fuera el aro de un clown fracasado, de una malabarista lesionada que no podría volver a actuar, de un niño que nunca aprendió a bailar el hula-hop con un aro de semejante envergadura y decidió deshacerse de él…

Me di de plazo hasta el siguiente contenedor: si se me ocurría una buena idea para el aro, me lo quedaría. Si no, era su destino acabar en la basura. Descartando la adopción por falta de espacio, decidí que una buena alternativa era cambiar el aro de lugar, en vez de dejarlo en un cubo de basura, lo apoyé en un árbol, sustituyendo la connotación de cachivache inservible por la de objeto extraviado. Quince minutos después, dos abuelas lo llevaban en la mano, sin intención aparente de abandonarlo.



A veces, sin querer, juzgamos erróneamente verdaderos tesoros por el entorno en que se encuentran, sin saber que basta con cambiarlos de sitio para verlos como son, o al menos de otra forma. Segundas oportunidades, nuevas vidas, sólo cambiando el cristal desde el que se mira. 

Transformar el mundo empieza en los ojos.

domingo, 1 de junio de 2014

De follar y tirar

Un día, estando en un concierto, en una fiesta, en un bar, conoces a una tía. Al principio parece una tía normal, pero al poco te das cuenta de que tiene una chispita que la diferencia, quizá una chispita que te haya encendido algo dentro. Por una vez no coartas el impulso y le hablas, le preguntas su nombre, tratas de parecer interesante, ingenioso, ambas cosas. Despiertas su interés y te vas, sin olvidarte de pedirle el teléfono. Esperas un tiempo prudencial y la escribes para que no parezca que hay ansia. Te responde y te da conversación. Volvéis a quedar, esta vez  en una fiesta, en  un bar, en un concierto. Os besáis, os metéis mano. La invitas a casa esperanzado, te apetece follar con alguien, por qué no con ella, la invitas a dormir y le prometes al oído que tendrás las manos quietas. Pero ella y tú sabéis que mientes, así que declina. Te sorprendes cuando al día siguiente te escribe sin haber empezado tú. “Quizá le interese algo”, te dices.

Empiezas a imaginar igual que aquella lechera, recuerdas tu edad y piensas que no estaría mal algo de estabilidad, que no te importaría. Contestas a sus mensajes sin entregarte del todo, enseñando la patita. Piensas en ella varias veces durante el día, aunque te empeñas en centrarte en tus obligaciones. Te compras ropa interior nueva: ¿calzoncillos negros o grises? Grises están bien. Y una colonia de esas que les ponen.

Te presentas en su piso, la idea de la flor era muy cursi, sacas el vino, mucho mejor. Lo abrís y lo bebéis: ella con seguridad, tú con la necesidad de adquirir la fluidez del tinto. La besas, la desnudas. Te monta, es dominante. Ni siquiera mira los calzoncillos grises cuando te los quita porque te mira a la cara de una forma que crees que te hará explotar. Se la mete y no puedes creer que ese placer sea real, no es de este mundo, te hace flotar, estás a punto de dejarte llevar cuando caes en la cuenta del riesgo. Cambias las tornas, te pones encima, marcas el ritmo mientras piensas en cómo aplastabas con el tenedor las patatas cocidas en casa de tu abuela, o cómo te jode que los mosquitos te despierten zumbándote al oído por la noche. Zumbar, zumbar, no puedes creer que te estés zumbando a esta tía, lleváis hablando toda la semana, parece algo especial, quizá esta vez funcione. Te la tiras, se lo haces lo mejor que puedes para que quiera repetir, sin mostrar un ápice de amor para que ella no note nada. Sólo sexo, ¿de verdad?

Termináis, tú antes que ella, sabes que no está bien, un apaño puede empañarlo todo. Pero ha respirado, ha gemido, se ha corrido como tú, o mejor porque es mujer. Te quedas, te duermes, te despiertas. Un café y te piras con un beso de despedida y tú tan contento, una sonrisa en los labios para todo el camino y más.

No quieres agobiar, pero han pasado dos horas y le escribes. Te contesta con una sonrisita escueta. Nada más. No habéis quedado para otro día, aunque confías volver a verla en algún bar, una fiesta, un concierto.
Esperas a que ella dé el paso, pero pasa el tiempo de cortesía y no. Es lunes y dice que está ocupada, trabajo, deporte, perro, padres. Es martes: amigas, inglés y no sé qué. Es miércoles y no le escribes, porque te quieres hacer el interesante, si es que causas algún interés. El jueves desistes y el viernes sales, birra en un bar, concierto, luego fiesta. Pasan de las cuatro y suena el móvil, es ella. Suena distante, distorsionada, no sabes si eres tú o ella quien habla raro. Te dice que está cerca, ¿nos vemos? Te promete que tendrá las manos quietas. Sólo dormir. Está tan borracha que quizá esta vez sea verdad. Declinas. Esa de en frente lleva mirándote un buen rato. No es tan difícil encontrar otro cuento de follar y tirar.


¿Qué es la vida? Conseguir.
¿Conseguir, qué? 
Una erección, una amante, un condón.


Y el amor ya no lo es tanto, que todo lo vale el sexo, y los sueños, sexo son.

jueves, 15 de mayo de 2014

Mi novio trabaja de estatua en la Puerta del Sol. No es un indigente, ni es pobre. Es un artista desempleado, como tantos. Le conocí así, me quedé mirándole a él de entre todos los artistas freelance de la plaza: los levitantes, las fuentes de cántaros interminables, el torero, las figuras de barro, los soldados futuristas. Él no levitaba, se había bañado en pintura plateada y simulaba un complicado revés de tenista. Me paré detenidamente: ningún soporte oculto, sólo un pie como única base para un imposible ejercicio de equilibrio que mantener durante mucho rato.
Analicé sus músculos en tensión: visto al detalle, se notaba cómo sus extremidades temblaban muy levemente, de manera casi invisible. El viento en su pelo pintado movía las hebrillas que habían quedado sueltas, lo que me confirmó que era humano. No titubeé y le eché una moneda esperando que cambiase de posición. No lo hizo. En ese momento me enamoré de él.
Cada día se pinta de un personaje diferente, así entrena habilidades, dice. A veces voy a buscarle a la salida y tomamos algo. He tomado café con Groucho Marx, Elvis, Marilyn Monroe y Charles Chaplin. Él dice que son muy típicos, pero que el público simpatiza más con los famosos muertos que con los vivos, que son más criticables que dignos de respetar.
Cuando hacemos el amor, se quita toda la pintura y se convierte en él mismo. Y es así como más me gusta, color carne, en constante movimiento, humanizado por el sudor y las palabras ahogadas en su respiración intensa.
Le ayudo a arreglarse y me pide consejo. Dice no haber encontrado aún su personaje favorito, uno con el que identificarse y que no sólo represente un parecido. Para mí la pintura es perfecta, el gesto logrado, la pose inmejorablemente quieta. Sin embargo él, frustrado, se lamenta por no haber alcanzado la identidad definitiva.


[3,2,1, past]


Un día, después de tomar una cerveza con Freddy Mercury, nos fuimos a casa. En lugar de quitarse la ropa, el bigote postizo y el maquillaje como hacía siempre, se fue directamente a hacer la cena mientras cantaba The show must go on.
Empezó a actuar como los personajes a los que imitaba fuera de la tarima de la Puerta del Sol. A veces llegaba a casa y me le encontraba inmóvil a medio camino entre el moonwalk y el golpe de pelvis. Yo le decía que se estaba tomando el trabajo demasiado en serio, que se lo estaba trayendo a casa, pero él no me contestaba y mantenía la mirada en un punto perdido sin la interrupción de un solo parpadeo. Se metía tanto en el papel que ya ni siquiera se desmaquillaba cuando hacíamos el amor: cada vez más quieto, más pintura, menos voz.
Cansada de una situación que ya duraba demasiado, salí a buscarle al trabajo, pero no estaba. Pensé que se habría adelantado y le encontraría en casa, pero no. Después de tres días desaparecido, entró por la puerta con rastros de pintura gris mate. Ante mi histeria, respondió impasible que las estatuas no contestaban al teléfono. Y se fue. En ese momento, decidí dejarle.
No fue hasta un tiempo después que, de paseo por el Retiro, vi un corrillo de gente aglomerada. Cuando me acerqué, me costó reconocerlo: se había subido en una plataforma cilíndrica, muy alta. Una serpiente se le enredaba en las piernas y dos inmensas alas desplegadas le nacían en la espalda. La gruesa capa de pintura se había fusionado con su piel petrificándolo, y estaba sumido en una contorsión tan perfecta que hacía difícil distinguir la estatua original de la fingida.
Había encontrado su identidad. Yo seguiría buscando la mía. Mientras el Ángel Caído acumulaba monedas sin preocuparse por recogerlas, decidí - cansada de tanto inmovilismo - que esta vez quería enamorarme de alguien que verdaderamente me hiciera volar. Por la calle Preciados pasé al lado de uno de esos levitantes, y me quedé mirando con atención. No era verdad que flotara, por supuesto, pero me resultó curioso. “Puede ser un buen comienzo”, pensé. Y le eché una moneda.


miércoles, 23 de abril de 2014

Primera entrada de 2014

Una vez miré tan alto, tan alto que se me ocurrió la idea de querer cambiar el mundo a mejor. Había empezado por lo bajo, lo que tenía más cerca que no me gustaba, y quise cambiarlo a mejor. Quise cambiar que se burlaran de aquél niño porque era negro. Quise cambiar que mi barrio estuviera feo porque tiraban papeles. Quise no encontrarme jeringuillas bajo los coches de una ciudad “tan normal”, y que no hubiera quien las usara. Quise demostrar ser igual de buena por ser chica como podían serlo los chicos (o mejor). Y según iba entendiendo, según iba sabiendo, según iba creciendo, iba mirando un poco más hacia arriba, y quise cambiar la nota injusta de un examen, quise parar el maltrato a un compañero o acompañar a alguien que andaba solo. Quise contrariar a la Iglesia perteneciendo a una familia variopinta que algunos no entendían. Quise demostrar que era tan buena como la élite viniendo de una familia humilde, “tan normal”. Y cuanto más crecía, más alto miraba, más quería cambiar las cosas que no me gustaban: fui a manifestaciones porque quería cambiar un sistema educativo injusto y desigual. Comprendí que el poder lo ostentan unos pocos y quise cambiar esa injusticia que venden como democracia. Encontré en mi vida gente que necesitaba ayuda, y me sentí responsable. Elegí una carrera, pensé que sería el inicio para cambiar el mundo, cambiarlo a mejor. Comprendí que la desigualdad no sólo me afecta a mí y a mi vecino, sino que distingue entre el Norte y el Sur, en mi barrio, en mi país y en el mundo entero, y quise que aquello no fuera así, que no hubiera desigualdad y que todos tuviéramos unos derechos y unas condiciones dignas. Seguí creciendo y seguí aprendiendo. Seguí viendo desigualdades, injusticia, violencia y sentía que era capaz de pararlo, que estaba preparándome para ello. Miré más alto y quise cambiar que las grandes multinacionales estrangularan a la gente humilde. Supe que las cosas que yo compro las fabrican otros muy lejos, y entendí que pese a las largas distancias, mis actos aquí tienen consecuencias allí. Quise cambiar la dependencia de los hidrocarburos, desde el coche hasta los pozos de Irak. Quise cambiar el cambio climático, detener el deshielo que ahoga a Tuvalu, salvar a las abejas. Quise que la vida tuviera más valor que el dinero. Quise defender el arte y la igualdad de género, y la creatividad y la música all over the world, disfrutando la interculturalidad que el mundo global nos tiene y que salta vayas y atraviesa océanos.


Y con el querer cambiar iba cambiando a la vez que no me daba cuenta de que el mundo también me cambiaba.


Al ir hilando razones, al ir descubriendo causas destapaba otras causas que me llevaban a otras consecuencias. Hay tanto que no sé, que no sé por dónde empezar a cambiar. Creo que he subido demasiado alto, tanta cosa me da vértigo, y me dan ganas de saltar. Saltar y abandonar Monsanto, el apartheid y el atún rojo. Volver a beber CocaCola y tirar ese maldito papel al suelo en vez de a la papelera. Comprar sin mirar etiquetas. Tirar toda la basura en la misma bolsa. Abrir el grifo sin perdón. Pensar en que quiero ser yo a quien salven y no la que se empeña en salvar. Y volver de lo grande a lo chico, fundirme con la burocracia y ser parte del sistema, y ser una tía “tan normal” y ser una pieza de un puzzle caótico pero que avanza día a día alrededor del Sol. 

Saltar de una vez o seguir subiendo. En esas estoy.