sábado, 24 de diciembre de 2011

El Belén viviente


Después de tanto tiempo a la sombra, un buen día, tras haber perdido ya la esperanza de ver de nuevo el sol, un rayo de luz se coló entre las grietas del tejadillo en ruinas. Los allí presentes entreabrieron los ojos despertando repentinamente de un letargo que ya creían eterno, como si la muerte hubiera llegado en algún momento y no se hubieran dado cuenta. Pero no, con sorpresa recibían la noticia de que aún no estaban muertos, si no profundamente dormidos a lo largo de una larga hibernación, que había durado casi de invierno a invierno.
María, sin pensárselo dos veces, corrió a buscar al bebé, que lloriqueaba por el frío repentino que les recordaba la época en la que estaban. Apremió a los animales para que se juntaran, pero estos, perezosos y pesados, se mostraban reticentes ante la idea de hacer el más mínimo movimiento. Arreándoles con un palo, se acercaron tanto que de la fricción los cuerpos empezaron a despedir un calorcillo agradable, que hizo que el niño se calmase y se volviera a dormir, como si pudiera estar cansado después de haber dormido durante casi todo un año. Empezaron a llegar los vecinos, seguidos por las ovejitas que corrían asustadas por los perros. Un río de papel de plata corría cercano. El padre del crío estaba plantado en una esquina, sin saber si acercarse a la cajita que hacía de cuna donde dormía ese ser. Llevaba más de dos mil años mirándole con cariño a la vez que con recelo, pues las malas lenguas cuchicheaban a las espaldas que la buena de María se había ido con otro y que le había encasquetado al crío como si fuera suyo. Quizá José aguantase lo inaguantable, que los amigos a las espaldas le llamaran cornudo y calzonazos, pero después de tanto tiempo, le había cogido cariño a la criatura, que por otra parte era raro, porque nunca crecía, y tenía la eterna apariencia de recién nacido.
- ¡José, que no te enteras, que para Semana Santa ya ha crecido, y ahí nosotros ya nos hemos hecho viejos, así que no quieras correr tanto! – le decía María, fuera de sí, después de haberlo explicado tantas veces que la única intervención suya con cierta relevancia era en Navidad – Como ahora tocaba el nacimiento, hemos tenido que buscar una posada, pero todos los regentes nos han mandado al cuerno porque estamos en temporada alta y no hay habitaciones. Mira en qué sitio me llevaste a parir, ya podían haber inventado los hospitales, no tener que estar año tras año en esta mierda de pesebre… - y es que la buena de María era buena, pero tenía mucho carácter, y siempre perdía los papeles ante la pasividad de José, que seguía sin entender qué era aquello de la Semana Santa, y por qué tenía que estar él cuidando a un niño que ni siquiera era suyo, sino de un tal Señor que ni siquiera se había dignado a pasar una mísera pensión de alimentos para su hijo.
El angelito ocupaba de nuevo su lugar de centinela en las alturas del barracón. Maldita la hora en que había pasado volando por ese mismo lugar aquella lejana noche, con la mala suerte de quedarse enganchado en la cúspide del tejado. Nunca habría sospechado que le habría tocado velar aquella estampa por los siglos de los siglos, con la única ventaja de que desde lo alto tenía una buena perspectiva del escote de María, que si buena era un rato, de virgen tenía bien poco. ¿Cómo demonios si no había sido madre?
María, madre del niño que cambiaría la historia, y de paso madre de parte de la humanidad que la adoptó como tal, tenía más de Aldonza que de Dulcinea, pese a cómo la quisiera pintar Murillo en sus cuadros. Pobre del osado que una vez se acercó a cagar detrás de los matorrales que daban al pesebre, ella le lanzaba piedras o blasfemias, o las dos cosas.
En esas estaban, adorando al niño en sus variopintas formas, cuando aparecieron por ahí tres hombres que a falta de una bicicleta se habían montado en un camello. Pararon en la casa ruinosa a pedir una copita de Baileys, orujo, o algo que les hiciera entrar en calor en su travesía, dado que por tradición, en todas las casas por las que pasaban aquellos señores se les dejaba alguna bebida de alta graduación. A los camellos sólo agua, que tenían que conducir. Que les traía una estrella, decían, pero no sabían muy bien por qué habían ido a parar a tan inhóspito paraje. “Pobres alcohólicos” pensaba compadecido José, mientras les servía un Cumbres de Gredos, que para eso eran pobres y no les daba para más. Y aquellos señores siguieron su camino por el mueble del salón, olvidándose de dejar los presentes que llevaban para el recién nacido. Ni incienso, ni mirra ni nada, que el día veintidós no les había tocado la lotería.
La Mari Morena pasó andando un año más, y en breve les iban a dar las uvas, campana sobre campana, sin rastro de Ramón García. Otro año que al teatrillo del Belén le daban trabajo en la campaña de Navidad, sin miras a que les hicieran fijos. El siete de enero volverían a la caja, por más que José se esmerase como carpintero, lo único que ganó en su vida fue el título de santo, pero ni un duro. Entre la vegetación artificial del arbolito plegado y el espumillón de los chinos, volverían a su letargo, esperando en el trastero, por si al año siguiente cambiaba su suerte y a María la sacaban en los catálogos anunciando bikinis en las rebajas de julio. Mientras tanto, con el crío en brazos y con poco más que lo puesto, resignados les tocará, como a todos, subir la cuesta de enero.


Feliz Navidad.

lunes, 5 de diciembre de 2011

1.000 personajes en busca de Irene


La nostalgia me lleva de paseo por las páginas. El frío diciembre, los cuentos anhelados no escritos. La inspiración frustrada que no supo llenar el vacío de palabras. Hoy el bolígrafo no tiene tinta, no para mí. Termino por entristecerme al pensar que antes era más fácil. Me pregunto si he perdido la juventud, no la de mi edad sino la de mis versos. Me siento una vieja que hace balance de su patrimonio escrito, impotente a la vez que inservible ante la idea de que ya no crece. ¿Dónde está Stanley L’abattage, qué fue de aquél soldadito que consiguió vencerle? ¿Qué pasó con Alfredo después de que el autobús llegara al destino de su viaje sin retorno? ¿Qué hizo Amparo cuando él soltó su mano? Recuerdo al fantasma de Cadaqués, seguro que sigue errante por sus calles blancas, buscando sin éxito una sustituta para Rosa. Me apena, fui cruel, no supe regalarle un final más justo, o menos tortuoso. Flavio nunca volvió a saber nada de Sofía, ella se fue llorando y en ese momento decidió que nunca volvería a llamarle. Él ahora se pasa las horas muertas jugando al solitario, al de las bolitas, mirándome con desprecio porque no le di otra oportunidad. “Tú la tuviste”, me dice. “Yo la peleé”, le contesto, y cierro el libro pensando que Flavio debería estar agradecido de ser el único impreso, cosido y editado.
En ocasiones como esta, cuando abro el cajón de los cuentos, a veces me llegan los ecos de voces suplicantes. Trato de hacer oídos sordos con el movimiento de hojas y el abrir y cerrar de cuadernos, pero sé que están ahí. Ahí, en el fondo, invisibles y abandonados, soportando el tormento de pertenecer a la carpeta de los inacabados. Condenados a repetir una y otra vez las mismas frases en un diálogo que no avanza, una introducción que nunca llegó al nudo, como le pasó a Diego, quien huyó tras la muerte de Iván, algo que Anna jamás le perdonaría. O como Juan José Linares, revisor del tren, quien atascado en el vagón número ocho debido a un contratiempo, sigue sin llegar al número doce, donde le espera Eloísa Rubio. Aunque peor, si cabe, es lo que pasó en Tréboli, donde cada 6 de mayo los habitantes asisten a la Quema de Recuerdos, excepto Lázaro, que decidió conservar en su memoria tanto las vivencias buenas como las malas, ante la sospecha de todo el mundo. Él me mira en silencio, ni siquiera susurra, pero sé que me sigue esperando para que le dé un final. Queridos personajes, la tortura es vuestra, pero mío es el remordimiento por no poder haberos dado toda la vida que merecéis.
Todos me miran con recelo, quieren confiar en mí, pensar que llenaré sus nombres de argumentos, de aventuras, de grandes pasiones. No les importa ser víctimas de la tristeza, de la furia, incluso aceptan con resignación la idea de morir, no sería tan malo, pues quiere decir que antes tuvieron un papel, un nombre y un cometido. Pero están temerosos, tanto los que tuvieron su final como los que aún siguen esperando, hasta aquellos que ni siquiera han pasado de ser fugaces ideas en momentos sin lápiz ni papel. Me ven cansada, con la cabeza en otros sitios. Pero lo peor que les puede pasar es que me ven demasiado ocupada en “las cosas importantes”, y eso para los personajes es la horca, y para las historias, el fuego.
¿Tan grave es? , les pregunto. ¿Se me han agotado las ideas, las ganas de escribir? Ireneotoño niega con la cabeza, dibujando una sonrisa tímida, quizá un poco dolida porque este año a penas la he dedicado nada.
Entonces veo que se levantan, y uno a uno van saltando al cajón de los cuentos. Les pido por favor que no se vayan, no me dejéis sola, pero ya es tarde, es la 1 y alguno dice que me acueste, que mañana tengo que madrugar y hacer muchas cosas, que no pierda el tiempo escribiendo si lo puedo invertir en dormir. Sí, me dejan sola, para que sepa cómo se sienten ellos. Pero ellos, desde su egoísmo, no saben ponerse en mi lugar. Quiero darles una vida, pero lo intento y no me sale. Lo único que se me ocurre ahora mismo es escribirles una nota (de disculpa, de esperanza, de indefensión) y volverme personaje para poder, por lo menos, dormir con ellos:

“Queridos personajes:
Con la mayor sinceridad de la que soy capaz, sólo puedo unirme a vosotros y decirlo: yo también me echo de menos. Irene.”

martes, 22 de noviembre de 2011

Ireneotoño 2011


Ireneotoño se quitó su traje de hojas caídas. El destino o la casualidad han querido que el traje cayera sobre una mierda de perro, la cual la susodicha, sumida en su despiste, ha pisado de lleno. Lejos de sentir asco o maldecir, se ha dicho que aquello le traería suerte, y así ha sido.
El día amanecía nublado, después de una larguísima noche compartiendo cama, una vez más, con el insomnio. El partido de los malos había ganado las elecciones generales y el nuevo presidente y sus secuaces planeaban hacerse con el control del mundo. Pero lo peor de todo es que se le había vuelto a escapar aquella sombría idea, con la que por un momento se cuestionaba a sí misma, volviendo cada decisión frágil ante la duda de si estaría haciendo las cosas bien, o se estaba equivocando. Los trenes no jugaron esta vez a su favor, y fue perdiendo uno a uno alargando las incertidumbres durante un buen tramo de la mañana.
No tengo muy claro si fue gracias a la mierda pisada o por méritos propios, pero cuando Ireneotoño volvió a poner el pie en la calle el sol había salido. El autobús estaba esperándola en la parada y más tarde, a su llegada al andén, sólo faltaba un minuto para que el tren apareciese. En su primer día de trabajo le habían invitado a tarta de chocolate, y la clase de la universidad le había gustado. Su día había cambiado, fue ella quien lo había hecho, pisó una mierda y pensó en su buena suerte, arrastrando el tacón a la que sonreía. Cuando llegó a casa, canturreando su canción favorita, incluso había olvidado que el mapa político del país era ahora monocromo, estaba contenta, 1984 tendría que esperar. Se metió en la cama y se quedó dormida en cuestión de minutos, pero mientras su mente se desvanecía, cayó en la cuenta de que a veces, si caminas en círculos, terminas por conseguir un día redondo. Se arropó con el traje de hojas caídas. No había mierda, a veces sólo basta con pisarla para que desaparezca.

sábado, 19 de noviembre de 2011


Mamá, hoy he matado a un hombre.
Yo no lo sabía, tampoco quería hacerlo. Pero estuve en el momento y en el lugar en el que él murió.
El tren frenó en seco. Nadie se alarmó, a veces pasa. Medio cuerpo en la estación, la otra mitad en el túnel. Nadie se alarmó, ya continuaría hasta el final. Cinco minutos después se abrió una puerta, sólo una, la de más adelante. “Vayan saliendo todos, por favor, abandonen el tren”. Y así hicimos los que íbamos dentro. Por un momento escuché en mi cabeza esa voz del miedo que un día me infundieron “¿Y si hay una bomba?”, y mis pies avanzaron movidos por el nerviosismo. Pero salí y me choqué con la realidad “se ha tirado, un hombre se ha tirado”. Desconfiando del rumor pregunté a varias personas, no quise creerlo, pero así era. Lo asumí cuando una mujer, entre la consternación y la incredulidad, dijo con voz muda “Se ha suicidado”. Me llevé las manos a la boca abierta, horrorizada, me paré en seco y me pregunté qué le habría llevado a aquello, tratando de entender que yo, mamá, yo iba en el tren que le mató. A continuación vi lágrimas, caras blancas, cuerpos rígidos sin saber hacia dónde avanzar. Gente en el andén, curiosos ignorantes, protección civil, pasos que se alejaban. Y tuve la certeza de que todos los que íbamos en ese tren sentimos que, sin quererlo ni poder evitarlo, hoy habíamos matado a un hombre.

domingo, 16 de octubre de 2011

La ventana, la araña y yo

Con la ventana de par en par, y con el otoño que se escaquea como telón de fondo en un octubre a mitad de camino entre septiembre y noviembre, descorro la cortina y me asomo a la calle. Las mangas cortas siguen dominando la incipiente temporada fall/winter, y yo frustrada deseando ponerme un jersey. Antes de regresar a la cueva me recreo un poco más en este domingo disfrazado de abril, o mayo, me recuesto temerariamente en el poyete de la ventana a escuchar a un músico no muy virtuoso tocar la guitarra y cantar “Que canten los niños”. En estas estoy cuando giro la cabeza y entre la sorpresa y el fastidio descubro que en el margen derecho de mi ventana, cierta visitante ha vuelto a establecer su casa. Digo vuelto porque no es la primera vez que en ese mismo lugar (es decir, mi ventana), tengo una singular okupa que no logro quitarme de encima. La inquilina en cuestión es una araña a la que le gustan las vistas desde mi habitación, y se empeña en querer vivir ahí sin soltar, por supuesto, ni un duro de alquiler.
En un principio, con más repelús que atrevimiento, y poniendo la aracnofobia como excusa, eliminé a conciencia la tela trazada en el poyete, aprovechando que la dueña se había ausentado. Satisfecha y orgullosa, pensé que el problema se había terminado. Ignorante…
Una semana más tarde, la tela volvía a estar ahí. La araña me había retado, así que corrí a por el aspirador para sobreponerme a mi enemiga, asegurándome esta vez que no quedaba ni rastro de la aracno-casa. Tras una muestra de mi superioridad patente, me volví a retirar triunfal, dando por hecho que esta vez sí que era la ganadora. Pero ella, sin darse por vencida, decidió hacerme entender que mi superioridad instrumental no podría con algo aún más fuerte: su perseverancia.
Así llevamos una temporada, yo luchando contra ella y ella haciéndome ver que no tiene la menor intención de irse. Echando mano yo de aspiradora, ella de doble y hasta triple hilo, expandiéndose hasta el primer ladrillo rojizo que linda con mi ventana, traspasando las barreras de la arquitectura y esmerándose en la suya propia creando edificios transparentes con sus ocho extremidades. Al final, entre tanta resistencia, no pude más que encontrar admiración.
Tanto es así que, por enésima vez, me encuentro con que la hija de Aracne no se da por vencida, y yo, desgastada en esta guerra, creo que será mejor vivir y dejar vivir, que continuar en mi propósito de echarla. Asumo para mis adentros que me ha terminado ganando, así que le doy las buenas tardes y sonrío amablemente. No vaya a ser que se enfade y al final me pique.