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miércoles, 11 de enero de 2012

Agenda escolar vs agenda anual


A mí, que soy un desastre, que soy el desorden mismo, que no sé dónde tengo la cabeza, que tengo reloj y siempre llego tarde, que lo adelanto diez minutos y aun así llego tarde. Yo, que soy esposa y esclava de la rutina, que voy cada mañana de transbordo en transbordo, caminando por los andenes como por el pasillo de mi casa. Que trato infructuosamente de domesticar mi caos y convertirlo en lo contrario, y así optimizar mi tiempo, mi espacio y mis circunstancias. A mí, que como segundo cerebro tengo una agenda, se me ha ocurrido que ahora, ahora que estrenamos año, quizá sería buena idea comprarme una agenda anual. A priori me pareció una gran idea, hasta que recordé que ya estaba en posesión de una, la sobria y funcionalísima agenda escolar de la universidad. La última agenda escolar que le corresponde a mi último año de carrera. Entonces me surgió un gran dilema: ¿Debería cambiar mi agenda escolar por una anual?
A mí, que nunca me ha gustado dejar nada a medias, y menos una agenda llena de misiones cumplidas y de días por escribir.
Pero sin embargo tengo como máxima el “renovarse o morir”, hablando en pro de la novedad y la innovación que supondría el cambiar “cursos” por “años”.
Con la contra de que ya no me encajan las páginas dedicadas a horarios de tutorías, fechas de exámenes, notas de trabajos, cuatrimestres. Ya no hay febreros ni junios, y no más que un par de trabajos que entregar.
Yo, que ya la creía superada, reviviría mi peter-panalidad y volvería a entrar en crisis de edad, por dejar atrás lo escolar y convertirme en una persona anual, quiero decir, adulta.
Pero a la altura de julio la agenda escolar se termina, entonces todo mi caos se me caería encima, sin posibilidad de ser almacenado en casillas de días peinados a lo calendario, y me arrepentiría enormemente de no haber cambiado a una agenda anual.
Yo, con mi personificación constante de las cosas, me sentiría infiel ante mi agenda escolar, que quedaría desolada al verme marchar con otra.
A mí, que me cuesta horrores desvincularme del pasado, despegarme de cualquier cosa que se le asocie, después de tantos años compartidos con agendas escolares, se me presenta el futuro en la puerta en forma de agenda anual, recordándome que ya no voy al cole, ni al instituto, y que dentro de muy poco dejaré de ir a la universidad. Habré dejado de ser escolar y me convertiré en trabajadora, o profesional, o muy probablemente parada, y en ese caso no necesitaría ni agenda, algo que no me gustaría nada y que acabaría con todos estos absurdos supuestos.
Y quizá sencillamente, este inmenso y determinante dilema provenga de que en mi agenda actual (la escolar), se aproxima una fecha señalada en la que está escrito desde hace meses “¡Feliz cumpleaños!”

Cosas de la vida, no me siento mayor, pero sí me hago mayor.
Así que para compensar, creo que me quedo con mi agenda escolar.

lunes, 5 de diciembre de 2011

1.000 personajes en busca de Irene


La nostalgia me lleva de paseo por las páginas. El frío diciembre, los cuentos anhelados no escritos. La inspiración frustrada que no supo llenar el vacío de palabras. Hoy el bolígrafo no tiene tinta, no para mí. Termino por entristecerme al pensar que antes era más fácil. Me pregunto si he perdido la juventud, no la de mi edad sino la de mis versos. Me siento una vieja que hace balance de su patrimonio escrito, impotente a la vez que inservible ante la idea de que ya no crece. ¿Dónde está Stanley L’abattage, qué fue de aquél soldadito que consiguió vencerle? ¿Qué pasó con Alfredo después de que el autobús llegara al destino de su viaje sin retorno? ¿Qué hizo Amparo cuando él soltó su mano? Recuerdo al fantasma de Cadaqués, seguro que sigue errante por sus calles blancas, buscando sin éxito una sustituta para Rosa. Me apena, fui cruel, no supe regalarle un final más justo, o menos tortuoso. Flavio nunca volvió a saber nada de Sofía, ella se fue llorando y en ese momento decidió que nunca volvería a llamarle. Él ahora se pasa las horas muertas jugando al solitario, al de las bolitas, mirándome con desprecio porque no le di otra oportunidad. “Tú la tuviste”, me dice. “Yo la peleé”, le contesto, y cierro el libro pensando que Flavio debería estar agradecido de ser el único impreso, cosido y editado.
En ocasiones como esta, cuando abro el cajón de los cuentos, a veces me llegan los ecos de voces suplicantes. Trato de hacer oídos sordos con el movimiento de hojas y el abrir y cerrar de cuadernos, pero sé que están ahí. Ahí, en el fondo, invisibles y abandonados, soportando el tormento de pertenecer a la carpeta de los inacabados. Condenados a repetir una y otra vez las mismas frases en un diálogo que no avanza, una introducción que nunca llegó al nudo, como le pasó a Diego, quien huyó tras la muerte de Iván, algo que Anna jamás le perdonaría. O como Juan José Linares, revisor del tren, quien atascado en el vagón número ocho debido a un contratiempo, sigue sin llegar al número doce, donde le espera Eloísa Rubio. Aunque peor, si cabe, es lo que pasó en Tréboli, donde cada 6 de mayo los habitantes asisten a la Quema de Recuerdos, excepto Lázaro, que decidió conservar en su memoria tanto las vivencias buenas como las malas, ante la sospecha de todo el mundo. Él me mira en silencio, ni siquiera susurra, pero sé que me sigue esperando para que le dé un final. Queridos personajes, la tortura es vuestra, pero mío es el remordimiento por no poder haberos dado toda la vida que merecéis.
Todos me miran con recelo, quieren confiar en mí, pensar que llenaré sus nombres de argumentos, de aventuras, de grandes pasiones. No les importa ser víctimas de la tristeza, de la furia, incluso aceptan con resignación la idea de morir, no sería tan malo, pues quiere decir que antes tuvieron un papel, un nombre y un cometido. Pero están temerosos, tanto los que tuvieron su final como los que aún siguen esperando, hasta aquellos que ni siquiera han pasado de ser fugaces ideas en momentos sin lápiz ni papel. Me ven cansada, con la cabeza en otros sitios. Pero lo peor que les puede pasar es que me ven demasiado ocupada en “las cosas importantes”, y eso para los personajes es la horca, y para las historias, el fuego.
¿Tan grave es? , les pregunto. ¿Se me han agotado las ideas, las ganas de escribir? Ireneotoño niega con la cabeza, dibujando una sonrisa tímida, quizá un poco dolida porque este año a penas la he dedicado nada.
Entonces veo que se levantan, y uno a uno van saltando al cajón de los cuentos. Les pido por favor que no se vayan, no me dejéis sola, pero ya es tarde, es la 1 y alguno dice que me acueste, que mañana tengo que madrugar y hacer muchas cosas, que no pierda el tiempo escribiendo si lo puedo invertir en dormir. Sí, me dejan sola, para que sepa cómo se sienten ellos. Pero ellos, desde su egoísmo, no saben ponerse en mi lugar. Quiero darles una vida, pero lo intento y no me sale. Lo único que se me ocurre ahora mismo es escribirles una nota (de disculpa, de esperanza, de indefensión) y volverme personaje para poder, por lo menos, dormir con ellos:

“Queridos personajes:
Con la mayor sinceridad de la que soy capaz, sólo puedo unirme a vosotros y decirlo: yo también me echo de menos. Irene.”

martes, 22 de noviembre de 2011

Ireneotoño 2011


Ireneotoño se quitó su traje de hojas caídas. El destino o la casualidad han querido que el traje cayera sobre una mierda de perro, la cual la susodicha, sumida en su despiste, ha pisado de lleno. Lejos de sentir asco o maldecir, se ha dicho que aquello le traería suerte, y así ha sido.
El día amanecía nublado, después de una larguísima noche compartiendo cama, una vez más, con el insomnio. El partido de los malos había ganado las elecciones generales y el nuevo presidente y sus secuaces planeaban hacerse con el control del mundo. Pero lo peor de todo es que se le había vuelto a escapar aquella sombría idea, con la que por un momento se cuestionaba a sí misma, volviendo cada decisión frágil ante la duda de si estaría haciendo las cosas bien, o se estaba equivocando. Los trenes no jugaron esta vez a su favor, y fue perdiendo uno a uno alargando las incertidumbres durante un buen tramo de la mañana.
No tengo muy claro si fue gracias a la mierda pisada o por méritos propios, pero cuando Ireneotoño volvió a poner el pie en la calle el sol había salido. El autobús estaba esperándola en la parada y más tarde, a su llegada al andén, sólo faltaba un minuto para que el tren apareciese. En su primer día de trabajo le habían invitado a tarta de chocolate, y la clase de la universidad le había gustado. Su día había cambiado, fue ella quien lo había hecho, pisó una mierda y pensó en su buena suerte, arrastrando el tacón a la que sonreía. Cuando llegó a casa, canturreando su canción favorita, incluso había olvidado que el mapa político del país era ahora monocromo, estaba contenta, 1984 tendría que esperar. Se metió en la cama y se quedó dormida en cuestión de minutos, pero mientras su mente se desvanecía, cayó en la cuenta de que a veces, si caminas en círculos, terminas por conseguir un día redondo. Se arropó con el traje de hojas caídas. No había mierda, a veces sólo basta con pisarla para que desaparezca.

jueves, 29 de septiembre de 2011

Abro cuaderno, nuevo documento de Word. Hago balance del día, del teatrillo que protagonizo. Rebusco en el despertar, en la mañana, en lo que he comido, en los reencuentros, los hasta mañanas. El telediario, las llamadas telefónicas, la decoración, los quehaceres. No veo nada. 

Jugueteo con las palabras, tarareo algo en el teclado pero luego me arrepiento, muerdo el capuchón del boli y vuelvo a garabatear, pero lo tacho y lo tiro. Arrugo el papel, lo rompo y lo tiro a la basura. Después me toca a mí, me arrugo, me rompo y salto por la ventana. Echo a correr y busco bajo los bancos de la calle, a la sombra de las farolas, en el silencio de las fuentes apagadas por la noche, apenas encuentro rastros de lo que fui entonces, así que me enfado con la cuentista desertora y vuelvo a casa. Tacho el documento, apago el bolígrafo y cierro los ojos para intentar recordar. 



Hoy tampoco era el día.

lunes, 30 de noviembre de 2009

el gesto


Salí a la calle. Eran las ocho. El día estaba tan sumamente gris que me hizo llorar.
El frío me hizo llorar.
Las prisas me hicieron llorar.
El vacío me hizo llorar.
El amor de nuevo me estaba haciendo llorar.
Y así hice el camino hasta la estación, con los sentimientos desbordándome los ojos. Los ojos ocultos tras unas gafas de sol que no tenían mucho sentido en un día tan nublado. ¡Qué tontería! Yo no nací para disimular, y a veces olvido que es inútil que lo intente.
Me las quité y las guardé, ofreciéndole mi llanto silencioso a un montón de desconocidos que me miraban de reojo mientras esperaban al tren. Llegó, me subí, me senté, y no pude evitar el romperme del todo en un mar de lágrimas que destrozaban el equilibrio silencioso de la rutina de una forma que rallaba el absurdo.
La tristeza, en un momento tan crítico como el del llanto, tiene algo en común con la alegría en su punto culminante. Y es que en ambos casos lo que más se necesita es un abrazo.
Cualquier gesto se agradece. Y lo máximo que podía esperar fue lo que recibí en ese momento. La mano de la persona que estaba sentada frente a mí me ofrecía un klínex. Alcé la mirada al tiempo que lo cogía y vi la mujer que, con ese sencillo gesto, me decía "no llores niña, las cosas no son tan importantes como a veces nos parecen, sécate las lágrimas e intenta hacer de hoy un buen día". Le ofrecí la mejor sonrisa que me permitían mis circunstancias, y secándome las lágrimas le contesté "Tiene razón".
Y me bajé en Cuatro Vientos.

martes, 10 de noviembre de 2009


Había sido un día duro en el calendario, uno de esos que se tachan con una equis sin dar lugar a más comentarios. Los lunes y los martes se han unido para acabar conmigo, pero en aquel momento deseché la idea de darme por vencida. Balanceándome temerariamente entre la fiebre y el cansancio de un ritmo que todavía me cuesta, le di la espalda a la cama, agradecí el calorcito eléctrico del radiador en ausencia del calorcito humano que tanto se echa de menos en momentos como ese y me enfundé ese jersey granate de rombos, que dentro de mi armario es lo que más se parece al uniforme de poeta. Tiré todo por el suelo: los zapatos, los apuntes, el teléfono, los bolígrafos y los tickets, y de paso abrí la ventana y tiré la vergüenza, las normas, las leyes, los prejuicios, el cansancio, y todas las demás piedras. Me deshice de todo, y consideré que había llegado el momento. Me senté aquí, respiré con los ojos cerrados y me puse a hacer lo que más me gusta del mundo: escribir.

martes, 6 de octubre de 2009

Día Rojo

Después de un mes en el que la niña había estado jugando a ser mayor y el juego le había gustado, en el que ella sola era quien hacía y deshacía, dueña de sus actos como nunca antes lo había sido, ella se presentó una noche de octubre de un incipiente otoño extrañamente caluroso.
De sopetón, la chica que ya se creía mayor comenzó a encoger y encoger hasta quedarse en la niña que probablemente seguía siendo, y por primera vez se sintió sola. Se encontró con que su barco de sueños de 105 centímetros de repente albergaba esas cosas que tanto le preocupan a los mayores: la casa, los estudios, el trabajo... En su cama, (que ahora resultaba inmensa) buscó un abrazo y no lo encontró. Buscó palabras de ánimo, pero solo escuchó silencio. Buscó calor, y sólo sintió el agobio que le causaba el edredón sobre su cuerpo. Buscó besos, pero estaban demasiado lejos.
No podía hacer nada, simplemente fortalecerse a sí misma, hacerse valiente, pues era lo que ella había elegido, era lo que realmente quería. Así que cerró los ojos para que desaparecieran de su vista todos los miedos y se durmió.
Ireneotoño había llegado sin avisar, y le había dado un susto. No había por qué preocuparse.

jueves, 16 de julio de 2009

monólogo interior


Buscando continuamente la manera de salvar el segmento de aire que nos separa.
El segmento de tierra.
Mañana limpiaré los cristales, abriré las ventanas y le diré al mundo: sólo quedan un par de días para verle. Y nadie lo entenderá, sólo yo, sólo yo sabré lo importante que es todo esto
que dos meses de repente queden reducidos a dos días
que serán dos horas
que serán dos minutos
que serán…
Temo una recaída en el tabaco, sobre todo ahora que estoy comenzando a tener conciencia de no fumadora. Es como si el humo me acechara en cada esquina recreándose en su olor, en su gusto, en su forma que cada vez me parece más deliciosa. Tengo miedo de él y tengo miedo de mí misma.
Llevo todo este tiempo cargando, cargando el móvil, el mp3, cargando con tensiones, con libros, cargando con resacas, con broncas. Llevo todo este tiempo cargando las pilas, recuperando fuerzas y llegado el momento crucial, en el que debería estar a punto, todo se deshace ante el temor de la duda, de la incertidumbre que pone título a todo esto y que no me cansaré de repetir, incertidumbre, incertesa o como tú prefieras llamarlo desde tu bipolaridad lingüística.
Y vuelvo marcha atrás y descubro temores, miedos que aparecen dando la cara y en cada sombra de cada palabra, no me gusta que se vea pero se ve, y no sé de dónde salen todos si yo lo único que quiero es vivir la vida y lo hago, pero… ¿qué falta?
Seamos sinceros, te gusta todo esto, o al menos, otra cosa no sería mejor. Los temores, la incertidumbre, no son en absoluto peor que la seguridad, que la estabilidad (¿acaso no huyes siempre de ella?). Sabes que aunque a veces las fuerzas flaqueen te gusta esta situación de desconcierto, es incluso divertida y así la aceptas y juegas con ella.
Y el tabaco… al fin y al cabo ha pasado de ser un vicio a ser un reto, supongo que aunque te prives del placer a la larga será más gratificante que sacar el mechero y encender otro cigarro.
Dos horas, dos días, dos meses. Volvemos atrás y veo que tengo los bolsillos con algún puñado más de recuerdos que contarte. Y aún así siempre me quedo con las cosas que nunca me atreveré a decirte. Lo siento.
No faltaría nada, pero nada tendría sentido.
Después de un año, sigo en período de prueba. No sé si en mis pulmones entra tanto aire. No se si mis pies pueden con tanta tierra.
En fi
és lo que hi ha.