lunes, 24 de agosto de 2015

Barcelona 2

Él era danés, ella de Grecia, se fueron a juntar en Barcelona. Con el telón de fondo de la ciudad sepia, una mirada bastó para empezar a quererse para siempre. Sólo había un problema: ella no aprendió danés, él nunca entendió el griego. Me los crucé por Passeig de Sant Joan, rompía el par un crío de un año con la piel blanca y los ojos color aceituna. Ella le hablaba en griego constantemente. Él, en danés todo el tiempo. Llegados al culmen de la incomprensión, concluyeron que no podría haber mejor traductor que ése que entre los dos se habían inventado.

domingo, 16 de agosto de 2015

Polvo de estrellas

Las noches de diez de agosto son famosas por la lluvia de perseidas, también conocidas como lágrimas de San Lorenzo, que no son sino minúsculas partículas de polvo que se desprenden del cometa Swift-Tuttle en su rodeo anual al planeta Tierra. En tan señalada ocasión, muchos ojos miran hacia arriba en busca de un destello, cientos de personas acuden con deseos por cumplir buscando su estrella, encomendando al universo la tarea que se les va de las manos para que se haga realidad. Mirando cara a cara al cielo se hayan absorbidos por la conciencia de la inmensidad de ahí arriba, de la pequeñez de aquí abajo, quizá sintiéndose agradecidos por, pese a todo, estar vivos. Después, como humanos que son, vuelven a bajar la mirada al ras para seguir con sus asuntos, sin darse cuenta de que olvidaron sus deseos a merced de las estrellas. El cielo ha terminado por quedar repleto de deseos invisibles que penden del aire, más allá de la estratosfera, donde cada agosto brillan las perseidas.

Lejos de supersticiones, a veces, en un cruce casi accidental, sucede que una de estas perseidas, sumida en su vuelo distraído, colisiona con uno de aquellos deseos pendientes que pueblan el cielo. En ese momento, se forma una bolita de materia incandescente, débil ante la gravedad, que se precipita a la Tierra y se posa en su superficie. A ras de suelo, la materia de esa bola se reconvierte, se vuelve blanda y oxidable, aunque firme y duradera por unos cuantos años: las estrellas fugaces se convierten en personas.

Todas y cada una de las perseidas reconvertidas tienen una misión vital: lograr cumplir el deseo del que surgieran una noche de agosto, para lo que se les concede un breve (ridículo, en términos cósmicos) período de tiempo, que oscila entre los cero y alrededor de los 100 años en el caso de las más longevas.

No se sabe identificar muy bien quiénes son, supuestamente vinieron al mundo por el mismo canal que todos los demás, pero si os cruzáis con alguna, probablemente la reconoceréis por ser una persona apasionada, ardiente y entregada a un algo en concreto, un estímulo que la mantiene encendida, un deseo de aprender o de dedicar su corazón a un cometido. ¿Acaso existe alguien que no lo sea?

Con el tiempo, las perseidas se apagan. No es por tristeza, ni por haber fracasado en la tarea encomendada. Simplemente, se cumple el lapso que les fue asignado. Llegado el instante, se hace balance de su paso por este mundo. Si el deseo que las llevó a nacer se ha cumplido, su materia cambiará de nuevo, esta vez en forma de esfera ardiente y explosiva, en constante ebullición, y su luz perdurará durante millones de años en algún lugar del que nos traerá noticias con su resplandor en el cielo. Habrá nacido una nueva estrella.Por su parte, aquellas que por alguna razón no hayan visto su deseo hecho realidad, se acercarán a algún lugar oscuro y silencioso, una noche de agosto, y concentrando toda su energía, enviarán al cielo su mensaje, esperando que el rastro del Swift-Tuttle lo recoja a su paso, probablemente sin saber que ellas mismas son los deseos cumplidos de las estrellas.




domingo, 2 de agosto de 2015

Barcelona 1 - El perro y el viejo

Fue en l’Eixample, en una de estas esquinas achaflanadas, puede que Córsega con Indústria o Bruc con Girona. Otro día de calor húmedo se acababa, con el sol que empezaba a tumbarse más allá de los edificios. El viejo salió al balcón del cuarto piso, tenía un aire despistado, como recién levantado de una siesta a deshoras, o quizá confundido por aquél incesante tráfico perpendicular. Tras dos segundos de oxígeno, se giró a la izquierda y, alzándose sobre las puntillas, alcanzando una excesiva altura para su barandilla insuficiente, se inclinó hacia el balcón vecino. A mi mente de testigo clandestina acudieron dos ideas inmediatas: la del atraco y la del suicidio. Sin tiempo de más fantasía, por la puerta del otro balcón asomó un perro joven, agitado. Se conocían bien, el perro lamía la mano del viejo, quien le rascaba con confianza por detrás de la oreja. Estuve un buen rato mirando, envuelta por la calidez de la escena. Tras varios minutos de profundo cariño, noté que algo cambió. Pudo parecer un impulso para alcanzar el lomo del perro -o eso quise pensar-  cuando en un último instante el viejo alzó la pierna, se montó sobre la barandilla y, aferrándose fuertemente con su mano a la barandilla vecina, saltó a la terraza, donde el perro lo recibió con fervor. Ante mis ojos atónitos y los de nadie más (el resto de transeúntes iban y venían, calle arriba, calle abajo, sin pararse a mirar a los balcones), el viejo desapareció por la puerta del balcón, casa adentro.

Lo que ocurriera después, yo no lo vi. Pero Marina, al girar la llave y abrir la puerta de su casa, notó un aire extraño. Al darse cuenta de lo ocurrido, rompió a llorar víctima de una inmensa impotencia. Sola y atemorizada, salió al portal en un mar de lágrimas y llamó a la puerta de al lado. Cuando abrió el viejo, se derrumbó, y entre sollozos apenas pudo articular cuatro palabras: “Josep, me han robado”.