martes, 20 de noviembre de 2012


Verá… creo que tengo disfunción escrita.
No sabe lo que me cuesta contar esto, nunca sospeché que pudiera pasarme, ¡a mí! 
Oiga, yo antes estaba siempre a punto, siempre en plena disposición, no importaban el lugar ni el momento: ya fuera con el bolígrafo, con un lápiz, con el teclado del ordenador, ¡lo que fuera! Llenaba hojas y hojas en arrebatos repentinos. Las páginas se abrían ante mí ardientes, deseosas de que las llenara de vida, de historias. Los personajes me buscaban, surgían pidiéndome atención: me abordaban en el metro, se colaban en mi cama y se entremezclaban en una bacanal de argumentos, conflictos y desenlaces que escribía antes de poder dormir.

Y ahora…

Ahora la miro, tan blanca y limpia que me da miedo corromperla con palabras nulas que no le conducirán más que a la insatisfacción. Ella (la página en blanco) me mira recostada, expectante, con residuos de esperanza por que vuelva a recorrerla de arriba abajo llenándola de letras. Cierro el cuaderno y casi la oigo chillarme desde dentro “¡Impotente!”. Hago oídos sordos, mire, me digo que no ha sido un buen día, quizás el estrés o el cansancio, y después de algunos días concluyo que no es mi mejor época. Pero pasados varios meses de silencio, de relatos incumplidos y de inspiración a medias, ya no sé si culpar a las Musas o culparme a mí. Y es por eso que estoy aquí, señor, señora o quien quiera que sea usted que está al otro lado. Para, antes de que me sigan recriminando las hojas no escritas, los personajes sin nombre y las historias nunca consumadas, hacerle frente para encontrar una solución. Estimado quien seas, creo que es justo que lo sepas: desde hace meses, tengo disfunción escrita.