martes, 22 de noviembre de 2011

Ireneotoño 2011


Ireneotoño se quitó su traje de hojas caídas. El destino o la casualidad han querido que el traje cayera sobre una mierda de perro, la cual la susodicha, sumida en su despiste, ha pisado de lleno. Lejos de sentir asco o maldecir, se ha dicho que aquello le traería suerte, y así ha sido.
El día amanecía nublado, después de una larguísima noche compartiendo cama, una vez más, con el insomnio. El partido de los malos había ganado las elecciones generales y el nuevo presidente y sus secuaces planeaban hacerse con el control del mundo. Pero lo peor de todo es que se le había vuelto a escapar aquella sombría idea, con la que por un momento se cuestionaba a sí misma, volviendo cada decisión frágil ante la duda de si estaría haciendo las cosas bien, o se estaba equivocando. Los trenes no jugaron esta vez a su favor, y fue perdiendo uno a uno alargando las incertidumbres durante un buen tramo de la mañana.
No tengo muy claro si fue gracias a la mierda pisada o por méritos propios, pero cuando Ireneotoño volvió a poner el pie en la calle el sol había salido. El autobús estaba esperándola en la parada y más tarde, a su llegada al andén, sólo faltaba un minuto para que el tren apareciese. En su primer día de trabajo le habían invitado a tarta de chocolate, y la clase de la universidad le había gustado. Su día había cambiado, fue ella quien lo había hecho, pisó una mierda y pensó en su buena suerte, arrastrando el tacón a la que sonreía. Cuando llegó a casa, canturreando su canción favorita, incluso había olvidado que el mapa político del país era ahora monocromo, estaba contenta, 1984 tendría que esperar. Se metió en la cama y se quedó dormida en cuestión de minutos, pero mientras su mente se desvanecía, cayó en la cuenta de que a veces, si caminas en círculos, terminas por conseguir un día redondo. Se arropó con el traje de hojas caídas. No había mierda, a veces sólo basta con pisarla para que desaparezca.

sábado, 19 de noviembre de 2011


Mamá, hoy he matado a un hombre.
Yo no lo sabía, tampoco quería hacerlo. Pero estuve en el momento y en el lugar en el que él murió.
El tren frenó en seco. Nadie se alarmó, a veces pasa. Medio cuerpo en la estación, la otra mitad en el túnel. Nadie se alarmó, ya continuaría hasta el final. Cinco minutos después se abrió una puerta, sólo una, la de más adelante. “Vayan saliendo todos, por favor, abandonen el tren”. Y así hicimos los que íbamos dentro. Por un momento escuché en mi cabeza esa voz del miedo que un día me infundieron “¿Y si hay una bomba?”, y mis pies avanzaron movidos por el nerviosismo. Pero salí y me choqué con la realidad “se ha tirado, un hombre se ha tirado”. Desconfiando del rumor pregunté a varias personas, no quise creerlo, pero así era. Lo asumí cuando una mujer, entre la consternación y la incredulidad, dijo con voz muda “Se ha suicidado”. Me llevé las manos a la boca abierta, horrorizada, me paré en seco y me pregunté qué le habría llevado a aquello, tratando de entender que yo, mamá, yo iba en el tren que le mató. A continuación vi lágrimas, caras blancas, cuerpos rígidos sin saber hacia dónde avanzar. Gente en el andén, curiosos ignorantes, protección civil, pasos que se alejaban. Y tuve la certeza de que todos los que íbamos en ese tren sentimos que, sin quererlo ni poder evitarlo, hoy habíamos matado a un hombre.