martes, 10 de noviembre de 2009


Había sido un día duro en el calendario, uno de esos que se tachan con una equis sin dar lugar a más comentarios. Los lunes y los martes se han unido para acabar conmigo, pero en aquel momento deseché la idea de darme por vencida. Balanceándome temerariamente entre la fiebre y el cansancio de un ritmo que todavía me cuesta, le di la espalda a la cama, agradecí el calorcito eléctrico del radiador en ausencia del calorcito humano que tanto se echa de menos en momentos como ese y me enfundé ese jersey granate de rombos, que dentro de mi armario es lo que más se parece al uniforme de poeta. Tiré todo por el suelo: los zapatos, los apuntes, el teléfono, los bolígrafos y los tickets, y de paso abrí la ventana y tiré la vergüenza, las normas, las leyes, los prejuicios, el cansancio, y todas las demás piedras. Me deshice de todo, y consideré que había llegado el momento. Me senté aquí, respiré con los ojos cerrados y me puse a hacer lo que más me gusta del mundo: escribir.

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