jueves, 15 de mayo de 2014

Mi novio trabaja de estatua en la Puerta del Sol. No es un indigente, ni es pobre. Es un artista desempleado, como tantos. Le conocí así, me quedé mirándole a él de entre todos los artistas freelance de la plaza: los levitantes, las fuentes de cántaros interminables, el torero, las figuras de barro, los soldados futuristas. Él no levitaba, se había bañado en pintura plateada y simulaba un complicado revés de tenista. Me paré detenidamente: ningún soporte oculto, sólo un pie como única base para un imposible ejercicio de equilibrio que mantener durante mucho rato.
Analicé sus músculos en tensión: visto al detalle, se notaba cómo sus extremidades temblaban muy levemente, de manera casi invisible. El viento en su pelo pintado movía las hebrillas que habían quedado sueltas, lo que me confirmó que era humano. No titubeé y le eché una moneda esperando que cambiase de posición. No lo hizo. En ese momento me enamoré de él.
Cada día se pinta de un personaje diferente, así entrena habilidades, dice. A veces voy a buscarle a la salida y tomamos algo. He tomado café con Groucho Marx, Elvis, Marilyn Monroe y Charles Chaplin. Él dice que son muy típicos, pero que el público simpatiza más con los famosos muertos que con los vivos, que son más criticables que dignos de respetar.
Cuando hacemos el amor, se quita toda la pintura y se convierte en él mismo. Y es así como más me gusta, color carne, en constante movimiento, humanizado por el sudor y las palabras ahogadas en su respiración intensa.
Le ayudo a arreglarse y me pide consejo. Dice no haber encontrado aún su personaje favorito, uno con el que identificarse y que no sólo represente un parecido. Para mí la pintura es perfecta, el gesto logrado, la pose inmejorablemente quieta. Sin embargo él, frustrado, se lamenta por no haber alcanzado la identidad definitiva.


[3,2,1, past]


Un día, después de tomar una cerveza con Freddy Mercury, nos fuimos a casa. En lugar de quitarse la ropa, el bigote postizo y el maquillaje como hacía siempre, se fue directamente a hacer la cena mientras cantaba The show must go on.
Empezó a actuar como los personajes a los que imitaba fuera de la tarima de la Puerta del Sol. A veces llegaba a casa y me le encontraba inmóvil a medio camino entre el moonwalk y el golpe de pelvis. Yo le decía que se estaba tomando el trabajo demasiado en serio, que se lo estaba trayendo a casa, pero él no me contestaba y mantenía la mirada en un punto perdido sin la interrupción de un solo parpadeo. Se metía tanto en el papel que ya ni siquiera se desmaquillaba cuando hacíamos el amor: cada vez más quieto, más pintura, menos voz.
Cansada de una situación que ya duraba demasiado, salí a buscarle al trabajo, pero no estaba. Pensé que se habría adelantado y le encontraría en casa, pero no. Después de tres días desaparecido, entró por la puerta con rastros de pintura gris mate. Ante mi histeria, respondió impasible que las estatuas no contestaban al teléfono. Y se fue. En ese momento, decidí dejarle.
No fue hasta un tiempo después que, de paseo por el Retiro, vi un corrillo de gente aglomerada. Cuando me acerqué, me costó reconocerlo: se había subido en una plataforma cilíndrica, muy alta. Una serpiente se le enredaba en las piernas y dos inmensas alas desplegadas le nacían en la espalda. La gruesa capa de pintura se había fusionado con su piel petrificándolo, y estaba sumido en una contorsión tan perfecta que hacía difícil distinguir la estatua original de la fingida.
Había encontrado su identidad. Yo seguiría buscando la mía. Mientras el Ángel Caído acumulaba monedas sin preocuparse por recogerlas, decidí - cansada de tanto inmovilismo - que esta vez quería enamorarme de alguien que verdaderamente me hiciera volar. Por la calle Preciados pasé al lado de uno de esos levitantes, y me quedé mirando con atención. No era verdad que flotara, por supuesto, pero me resultó curioso. “Puede ser un buen comienzo”, pensé. Y le eché una moneda.


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