martes, 22 de julio de 2014

Despedida 5

No recuerdo en qué momento renuncié a las aceras para andar por el centro de la calle. Ni cuándo dejé de quejarme de quienes se metían sin permiso en mis conversaciones para meterme yo en las suyas. Ni cuándo dejó de parecerme pequeña y cualquiera a encantadora y suya. La evolución entre la queja y el placer ha sido tan paulatina e imperceptible, que ahora me hace gracia el momento en que odié esta ciudad.

Llegó el momento de la despedida. La Ciudad XXX me dio la primera lección: al principio duele, después te acostumbras. Una golondrina no puede renunciar a alzar el vuelo, se moriría de frío, de pena o de rutina, y este viaje es una droga dura que engancha. Me voy, Sevilla, te quedas con tu calle Feria y tu Alameda, las que tantas veces recorrí al lomo de mis dos ruedas dando vueltas a tantos sueños, a tanto baile intelectual, a tantas canciones, a tantos nombres como de hombres me he enamorado y desenamorado en cuestión de meses, horas y minutos. Los botes se han ido acabando armónicamente anunciando el final del escenario: el champú, el dentífrico, el tomate frito y ese wasabi raro del Lidl. El café y la leche han respetado un último desayuno, y el billete de AVE ha sido barato. Me voy sin lágrimas, disfrazando las despedidas de un falso “hasta mañana”, asumiendo que la gente importante permanece y no tiene cabida el adiós. Los demás, pueden irse. Me voy y lo dejo todo cerrado, sin espinas clavadas, sin asuntos pendientes y la cosecha recogida en mi cestita de logros.


Me pica la piel pegajosa, hace calor, el cuerpo me pide Madrid (que me llama de lejos). Me echa de menos y yo también, un año es mucho paréntesis en nuestra historia de amorodio. Otros gigantes caerán. Y yo, seguiré volando.

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