jueves, 22 de septiembre de 2011


Alzheimer, intento olvidarte. Pero al contrario de lo que provocas tú, yo no puedo. Te saliste con la tuya y no perdono. Llegaste inesperado, primero sutil: preguntando la hora dos veces seguidas, yendo a la habitación sin saber a por qué iba, despistándose en el camino de vuelta a casa. Nadie se alarmó, son cosas de la edad. Pero poco a poco te fuiste colando, malo, como un ladrón que revuelve los cajones y se lleva lo que le apetece. Te gustaron sus recuerdos y te los fuiste quedando. ¿Por qué? Él lo negaba, quiso ser siempre joven, quería ocultarte en su orgullo, hasta que un día, mientras fisgoneabas y descolocabas sus recuerdos, te descubrimos. Alguien dijo ¡Alzheimer!, y tú corriste a esconderte mientras todos nos volvimos sobresaltados, y dubitativos pensamos ¿por qué a él? Desde ese momento ni siquiera te molestaste en disimular, le alejaste del campo, de los veranos en la playa, de los partidos de fútbol. Le robaste el tiempo y le encerraste en el pasado. Te llevaste sus manías y le trajiste otras. Eso no se hace, Alzheimer, le pusiste la memoria patas arriba y nosotros tratando de detener aquello que sólo iba a más. Un día, se olvidó de nuestros nombres. Eso todavía duele. Pero debes saber una cosa: no te saliste con la tuya. Te pudiste llevar todo, y casi lo haces, todos sus recuerdos fueron tuyos. Nos le quitaste a él. Pero hay algo que nunca podrías haberle robado, y que nunca hiciste: a nosotros. Con la memoria vacía, sólo llena de la niebla gris del olvido, siempre hubo algo que tuvo consigo hasta el final, nuestro amor.

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