viernes, 24 de febrero de 2012

Mis condiciones aristocráticas


Pese a que desde hace algún tiempo venía sospechando mi nominación a tan solemne título, no cabía en mis planes que mi nombramiento sobrevendría tan de improviso, casi de la noche a la mañana, justo el día después de mi cumpleaños. Verdaderamente, si hubiera podido me habría quedado con otro regalo, pero el título que me fue concedido el uno de febrero no se podía rechazar, y cuando digo esto, significa que no quedaba otro remedio que aceptarlo.
La notificación llegó de soslayo, después de una reconciliación a medias, de un intento de pasión que rayaba la mesura. Abrí el sobre y leí la carta que me convocaba a recibir mi nueva y pomposa denominación.
Me aproximé a la gran puerta de hierro tras la que se abría aquél nuevo destino, y antes de que pudiera llamar, ya se había abierto. Caminé por la alfombra que arropaba el largo pasillo, mis pies avanzaban hacia adelante pero mi mente luchaba por mandarlos escapar, era inútil, ya no podía. Nunca imaginé que las palabras dichas sin querer pudieran tener tantas consecuencias. Al final del pasillo me esperabas tú, cuando llegué a ti giraste en ángulo recto y me miraste, con los ojos llenos de tristeza pero voz firme. Tomaste la insignia entre tus manos y la contemplaste con aspereza, preguntándote quizá por qué habíamos terminado venciéndonos al cansancio de no saber cómo reinventarnos. En silencio, hablándome solamente con la mirada, me colocaste la medalla en la que brillaban dos letras, sobrias como dos islas incomunicadas. Ex.
Se intentó. Lo intentamos, aunque siempre me quedará la duda de si lo que hicimos fue suficiente, o si podríamos haber hecho más. Yo hice lo mismo, al fin y al cabo la brillante idea fue mía, aunque no me molesté en disimular el temblor de mis manos al otorgarte a ti también el título mutuo que nos estábamos concediendo. El título que nadie nunca quiere que llegue, porque representa todo aquello de lo que siempre huimos y que nos terminó alcanzando. Así terminamos los dos, recibiendo de nuestras propias manos la grandilocuente designación que demostraba que todo, absolutamente todo, acaba siendo caduco.
Todo menos este título, que desde el mismo momento en que se otorga, se convierte en vitalicio. Nos espera una eternidad para llevar esta condecoración con la mayor dignidad posible, minimizando cualquier atisbo de amor y de culpa, después de salir por esta puerta de hierro y tomar direcciones opuestas. Quizá dentro de un tiempo, cuando el corazoncito se nos haya curado, volvamos a plantearnos la opción de querer tanto como un día nos quisimos.

miércoles, 11 de enero de 2012

Agenda escolar vs agenda anual


A mí, que soy un desastre, que soy el desorden mismo, que no sé dónde tengo la cabeza, que tengo reloj y siempre llego tarde, que lo adelanto diez minutos y aun así llego tarde. Yo, que soy esposa y esclava de la rutina, que voy cada mañana de transbordo en transbordo, caminando por los andenes como por el pasillo de mi casa. Que trato infructuosamente de domesticar mi caos y convertirlo en lo contrario, y así optimizar mi tiempo, mi espacio y mis circunstancias. A mí, que como segundo cerebro tengo una agenda, se me ha ocurrido que ahora, ahora que estrenamos año, quizá sería buena idea comprarme una agenda anual. A priori me pareció una gran idea, hasta que recordé que ya estaba en posesión de una, la sobria y funcionalísima agenda escolar de la universidad. La última agenda escolar que le corresponde a mi último año de carrera. Entonces me surgió un gran dilema: ¿Debería cambiar mi agenda escolar por una anual?
A mí, que nunca me ha gustado dejar nada a medias, y menos una agenda llena de misiones cumplidas y de días por escribir.
Pero sin embargo tengo como máxima el “renovarse o morir”, hablando en pro de la novedad y la innovación que supondría el cambiar “cursos” por “años”.
Con la contra de que ya no me encajan las páginas dedicadas a horarios de tutorías, fechas de exámenes, notas de trabajos, cuatrimestres. Ya no hay febreros ni junios, y no más que un par de trabajos que entregar.
Yo, que ya la creía superada, reviviría mi peter-panalidad y volvería a entrar en crisis de edad, por dejar atrás lo escolar y convertirme en una persona anual, quiero decir, adulta.
Pero a la altura de julio la agenda escolar se termina, entonces todo mi caos se me caería encima, sin posibilidad de ser almacenado en casillas de días peinados a lo calendario, y me arrepentiría enormemente de no haber cambiado a una agenda anual.
Yo, con mi personificación constante de las cosas, me sentiría infiel ante mi agenda escolar, que quedaría desolada al verme marchar con otra.
A mí, que me cuesta horrores desvincularme del pasado, despegarme de cualquier cosa que se le asocie, después de tantos años compartidos con agendas escolares, se me presenta el futuro en la puerta en forma de agenda anual, recordándome que ya no voy al cole, ni al instituto, y que dentro de muy poco dejaré de ir a la universidad. Habré dejado de ser escolar y me convertiré en trabajadora, o profesional, o muy probablemente parada, y en ese caso no necesitaría ni agenda, algo que no me gustaría nada y que acabaría con todos estos absurdos supuestos.
Y quizá sencillamente, este inmenso y determinante dilema provenga de que en mi agenda actual (la escolar), se aproxima una fecha señalada en la que está escrito desde hace meses “¡Feliz cumpleaños!”

Cosas de la vida, no me siento mayor, pero sí me hago mayor.
Así que para compensar, creo que me quedo con mi agenda escolar.

sábado, 24 de diciembre de 2011

El Belén viviente


Después de tanto tiempo a la sombra, un buen día, tras haber perdido ya la esperanza de ver de nuevo el sol, un rayo de luz se coló entre las grietas del tejadillo en ruinas. Los allí presentes entreabrieron los ojos despertando repentinamente de un letargo que ya creían eterno, como si la muerte hubiera llegado en algún momento y no se hubieran dado cuenta. Pero no, con sorpresa recibían la noticia de que aún no estaban muertos, si no profundamente dormidos a lo largo de una larga hibernación, que había durado casi de invierno a invierno.
María, sin pensárselo dos veces, corrió a buscar al bebé, que lloriqueaba por el frío repentino que les recordaba la época en la que estaban. Apremió a los animales para que se juntaran, pero estos, perezosos y pesados, se mostraban reticentes ante la idea de hacer el más mínimo movimiento. Arreándoles con un palo, se acercaron tanto que de la fricción los cuerpos empezaron a despedir un calorcillo agradable, que hizo que el niño se calmase y se volviera a dormir, como si pudiera estar cansado después de haber dormido durante casi todo un año. Empezaron a llegar los vecinos, seguidos por las ovejitas que corrían asustadas por los perros. Un río de papel de plata corría cercano. El padre del crío estaba plantado en una esquina, sin saber si acercarse a la cajita que hacía de cuna donde dormía ese ser. Llevaba más de dos mil años mirándole con cariño a la vez que con recelo, pues las malas lenguas cuchicheaban a las espaldas que la buena de María se había ido con otro y que le había encasquetado al crío como si fuera suyo. Quizá José aguantase lo inaguantable, que los amigos a las espaldas le llamaran cornudo y calzonazos, pero después de tanto tiempo, le había cogido cariño a la criatura, que por otra parte era raro, porque nunca crecía, y tenía la eterna apariencia de recién nacido.
- ¡José, que no te enteras, que para Semana Santa ya ha crecido, y ahí nosotros ya nos hemos hecho viejos, así que no quieras correr tanto! – le decía María, fuera de sí, después de haberlo explicado tantas veces que la única intervención suya con cierta relevancia era en Navidad – Como ahora tocaba el nacimiento, hemos tenido que buscar una posada, pero todos los regentes nos han mandado al cuerno porque estamos en temporada alta y no hay habitaciones. Mira en qué sitio me llevaste a parir, ya podían haber inventado los hospitales, no tener que estar año tras año en esta mierda de pesebre… - y es que la buena de María era buena, pero tenía mucho carácter, y siempre perdía los papeles ante la pasividad de José, que seguía sin entender qué era aquello de la Semana Santa, y por qué tenía que estar él cuidando a un niño que ni siquiera era suyo, sino de un tal Señor que ni siquiera se había dignado a pasar una mísera pensión de alimentos para su hijo.
El angelito ocupaba de nuevo su lugar de centinela en las alturas del barracón. Maldita la hora en que había pasado volando por ese mismo lugar aquella lejana noche, con la mala suerte de quedarse enganchado en la cúspide del tejado. Nunca habría sospechado que le habría tocado velar aquella estampa por los siglos de los siglos, con la única ventaja de que desde lo alto tenía una buena perspectiva del escote de María, que si buena era un rato, de virgen tenía bien poco. ¿Cómo demonios si no había sido madre?
María, madre del niño que cambiaría la historia, y de paso madre de parte de la humanidad que la adoptó como tal, tenía más de Aldonza que de Dulcinea, pese a cómo la quisiera pintar Murillo en sus cuadros. Pobre del osado que una vez se acercó a cagar detrás de los matorrales que daban al pesebre, ella le lanzaba piedras o blasfemias, o las dos cosas.
En esas estaban, adorando al niño en sus variopintas formas, cuando aparecieron por ahí tres hombres que a falta de una bicicleta se habían montado en un camello. Pararon en la casa ruinosa a pedir una copita de Baileys, orujo, o algo que les hiciera entrar en calor en su travesía, dado que por tradición, en todas las casas por las que pasaban aquellos señores se les dejaba alguna bebida de alta graduación. A los camellos sólo agua, que tenían que conducir. Que les traía una estrella, decían, pero no sabían muy bien por qué habían ido a parar a tan inhóspito paraje. “Pobres alcohólicos” pensaba compadecido José, mientras les servía un Cumbres de Gredos, que para eso eran pobres y no les daba para más. Y aquellos señores siguieron su camino por el mueble del salón, olvidándose de dejar los presentes que llevaban para el recién nacido. Ni incienso, ni mirra ni nada, que el día veintidós no les había tocado la lotería.
La Mari Morena pasó andando un año más, y en breve les iban a dar las uvas, campana sobre campana, sin rastro de Ramón García. Otro año que al teatrillo del Belén le daban trabajo en la campaña de Navidad, sin miras a que les hicieran fijos. El siete de enero volverían a la caja, por más que José se esmerase como carpintero, lo único que ganó en su vida fue el título de santo, pero ni un duro. Entre la vegetación artificial del arbolito plegado y el espumillón de los chinos, volverían a su letargo, esperando en el trastero, por si al año siguiente cambiaba su suerte y a María la sacaban en los catálogos anunciando bikinis en las rebajas de julio. Mientras tanto, con el crío en brazos y con poco más que lo puesto, resignados les tocará, como a todos, subir la cuesta de enero.


Feliz Navidad.

lunes, 5 de diciembre de 2011

1.000 personajes en busca de Irene


La nostalgia me lleva de paseo por las páginas. El frío diciembre, los cuentos anhelados no escritos. La inspiración frustrada que no supo llenar el vacío de palabras. Hoy el bolígrafo no tiene tinta, no para mí. Termino por entristecerme al pensar que antes era más fácil. Me pregunto si he perdido la juventud, no la de mi edad sino la de mis versos. Me siento una vieja que hace balance de su patrimonio escrito, impotente a la vez que inservible ante la idea de que ya no crece. ¿Dónde está Stanley L’abattage, qué fue de aquél soldadito que consiguió vencerle? ¿Qué pasó con Alfredo después de que el autobús llegara al destino de su viaje sin retorno? ¿Qué hizo Amparo cuando él soltó su mano? Recuerdo al fantasma de Cadaqués, seguro que sigue errante por sus calles blancas, buscando sin éxito una sustituta para Rosa. Me apena, fui cruel, no supe regalarle un final más justo, o menos tortuoso. Flavio nunca volvió a saber nada de Sofía, ella se fue llorando y en ese momento decidió que nunca volvería a llamarle. Él ahora se pasa las horas muertas jugando al solitario, al de las bolitas, mirándome con desprecio porque no le di otra oportunidad. “Tú la tuviste”, me dice. “Yo la peleé”, le contesto, y cierro el libro pensando que Flavio debería estar agradecido de ser el único impreso, cosido y editado.
En ocasiones como esta, cuando abro el cajón de los cuentos, a veces me llegan los ecos de voces suplicantes. Trato de hacer oídos sordos con el movimiento de hojas y el abrir y cerrar de cuadernos, pero sé que están ahí. Ahí, en el fondo, invisibles y abandonados, soportando el tormento de pertenecer a la carpeta de los inacabados. Condenados a repetir una y otra vez las mismas frases en un diálogo que no avanza, una introducción que nunca llegó al nudo, como le pasó a Diego, quien huyó tras la muerte de Iván, algo que Anna jamás le perdonaría. O como Juan José Linares, revisor del tren, quien atascado en el vagón número ocho debido a un contratiempo, sigue sin llegar al número doce, donde le espera Eloísa Rubio. Aunque peor, si cabe, es lo que pasó en Tréboli, donde cada 6 de mayo los habitantes asisten a la Quema de Recuerdos, excepto Lázaro, que decidió conservar en su memoria tanto las vivencias buenas como las malas, ante la sospecha de todo el mundo. Él me mira en silencio, ni siquiera susurra, pero sé que me sigue esperando para que le dé un final. Queridos personajes, la tortura es vuestra, pero mío es el remordimiento por no poder haberos dado toda la vida que merecéis.
Todos me miran con recelo, quieren confiar en mí, pensar que llenaré sus nombres de argumentos, de aventuras, de grandes pasiones. No les importa ser víctimas de la tristeza, de la furia, incluso aceptan con resignación la idea de morir, no sería tan malo, pues quiere decir que antes tuvieron un papel, un nombre y un cometido. Pero están temerosos, tanto los que tuvieron su final como los que aún siguen esperando, hasta aquellos que ni siquiera han pasado de ser fugaces ideas en momentos sin lápiz ni papel. Me ven cansada, con la cabeza en otros sitios. Pero lo peor que les puede pasar es que me ven demasiado ocupada en “las cosas importantes”, y eso para los personajes es la horca, y para las historias, el fuego.
¿Tan grave es? , les pregunto. ¿Se me han agotado las ideas, las ganas de escribir? Ireneotoño niega con la cabeza, dibujando una sonrisa tímida, quizá un poco dolida porque este año a penas la he dedicado nada.
Entonces veo que se levantan, y uno a uno van saltando al cajón de los cuentos. Les pido por favor que no se vayan, no me dejéis sola, pero ya es tarde, es la 1 y alguno dice que me acueste, que mañana tengo que madrugar y hacer muchas cosas, que no pierda el tiempo escribiendo si lo puedo invertir en dormir. Sí, me dejan sola, para que sepa cómo se sienten ellos. Pero ellos, desde su egoísmo, no saben ponerse en mi lugar. Quiero darles una vida, pero lo intento y no me sale. Lo único que se me ocurre ahora mismo es escribirles una nota (de disculpa, de esperanza, de indefensión) y volverme personaje para poder, por lo menos, dormir con ellos:

“Queridos personajes:
Con la mayor sinceridad de la que soy capaz, sólo puedo unirme a vosotros y decirlo: yo también me echo de menos. Irene.”