martes, 8 de marzo de 2011

Iris, Arnau y los molinos


El mejor día desde que llegué, en el que el sol lucía hasta regalarnos 23 magníficos grados, me encontré, después de tres meses de amistad “no presencial”, con mis dos soles procedentes de Barcelona dispuestos a descubrir la Ciudad X X X. Aterrizaron en Central Station, donde el Dandelion y yo les recibimos envueltos en plumas después de una guerra inusual en Dam Square. Después de aparcar las maletas en Plantage y acondicionar la madriguera del Dandelion para que nuestros guests estuvieran agustito, nos fuimos a ver Holanda y su capital. Uno de estos días descubriendo ellos y redescubriendo nosotros, nos cogimos el tren para ir más allá de los límites de la Ciudad X X X con una misión: descubrir la guarida secreta del queso holandés. Aprovisionados con pan élfico suficiente para afrontar la aventura, partimos por la mañana temprano de la estación Amsterdam Centraal.
Media hora más tarde, ¡Eco! los dos catalanes y las dos madrileñas ponían el pie en un lugar llamado Koog-Zaandijk, del que ninguno de los cuatro tenían mucha idea, así que se pusieron a caminar para adelante, esperando que pronto sus narices comenzaran a percibir el olor a queso cuya guarida andaban buscando. Sin embargo, no fue queso exactamente lo que empezaron a oler, sino una ráfaga de un denso perfume rancio, nada apetecible, que se concentraba más en el ambiente a medida que caminaban. A pesar de esa peste sutil que se metía en sus narices, no dudaron en seguir adelante, y pronto encontraron uno de esos gigantes que tanto habían confundido a Don Quijote algún tiempo atrás. El gigante en esta ocasión tenía un cierto aspecto holandés, y había sustituido las paredes encaladas por granito, y las aspas negras de Castilla por unas de color verde. El molino se levantaba ante ellos como un hito que les indicaba el camino a seguir, adornado en su fachada con un amenazante mosaico ilustrando un esqueleto con una guadaña. Pasaron de largo saludando a la calavera con un movimiento de cabeza, y cruzaron el puente que conducía a un pedazo de tierra que un cartel señalaba como Zaanse-Schans. Iban por buen camino.
Cuando tomaron aquel lugar fue como si Hansel y Gretel hubiesen abandonado un pueblo entero de casas de envoltorio de chocolatina, con el trasfondo de los seis molinos girando. Una flamante y redonda japonesa recién casada, haciéndose fotos en cada centímetro del lugar, y unos cuantos árboles mirándose en el espejo de los canales. Ya se olía el queso. Así que le preguntamos a los seres que más pinta tenían de estar metidos en la harina de aquel lugar, dos cabras y unas cuantas gallinas. Las gallinas pasaron y se retiraron a comentar acerca de los forasteros, pero las cabras nos siguieron un poco el rollo a cambio de sentirse las protagonistas de nuestras cámaras, y después de alguna que otra caricia, nos señalaron con la cabeza dónde estaba el lugar que buscábamos. Y resultó que era a la vuelta de la esquina. Así que nos metimos ahí, en la guarida del queso, para descubrir maravillados que no era la guarida del queso, sino de LOS quesos. El éxito de nuestra búsqueda fue recompensado por una cata gratuita y deliciosa al ritmo del Gouda, el Edam, el Massdam, el de cabra, el de vaca, el de oveja, el verde, el blanco, el amarillo… y con la prueba superada y el secreto del queso en la tripa, nos fuimos a seguir descubriendo Holanda.



No hay comentarios:

Publicar un comentario