martes, 8 de febrero de 2011

Hace como una semana que Lady Barbuda no se deja ver por estos lares, así que ya es hora de continuar con las crónicas. Estos días, como venía diciendo, son realmente atareados, el acompañante y yo no hacemos más que ir de un lado para otro en nuestra interminable búsqueda de madriguera, pero con esa excusa aprovechamos para conocer esta ciudad de juguete. Aquí cada día nos ofrece una cosa nueva por descubrir, es la magia de las ciudades desconocidas, que poco a poco se dan a conocer, pero nunca llegas a saber todo de ellas. Y, tal y como hablaba con el acompañante (al que a partir de este momento me referiré como Dandelion), con cada nuevo acontecimiento nos cambia la mirada, y sentimos que poco a poco vamos avanzando. Así que no puedo hacer otra cosa que contar el acontecimiento clave que nos ha cambiado la perspectiva esta semana:

La tátara-tátara-tátara-tátara nieta de un hidalgo escuchimizado (que bien podríamos confundir con Don Quijote, aunque sin serlo) que se había dedicado a caminar por toda Castilla a causa de su cerebro reseco, con temor a que, de tanto leer, le ocurriera lo mismo que a su tátara-tátara-tátara-tátara abuelo, se anticipó a que su cerebro se secara, y tal y como hizo el antepasado, se puso a caminar. Tanto caminó, que sus pies terminaron por convertirse en alas, y volando volando, aterrizó en unas tierras verdes y esponjosas, con ríos que simulaban ser calles, y edificios construidos como por un arquitecto algo ebrio. Aquel lugar era muy distinto de la Castilla por la que había caminado su ascendiente, y a la que ella estaba acostumbrada, pero era un sitio acogedor y coqueto, así que lo escogió como su nuevo hogar. Pronto se sorprendió al descubrir que en aquella ciudad los pies no se utilizaban tanto como en el lugar de donde ella venía, ¡qué demonios! Nadie utilizaba los pies, sino unas extrañas criaturas que los nativos empleaban para sus desplazamientos. Montados sobre aquellos seres que no tenían ojos, ni boca, ni patas, y con cuerpo de metal, los pobladores parecían moverse mucho más rápido que sobre los pies, así que la chica llegó rápidamente a la conclusión de que habría de hacerse con uno de esos artilugios si quería descubrir la tierra mágica en la que ahora vivía.
No tardó ni una semana en encontrarla, o a lo mejor fue ella quien fue encontrada. Al verla, quedó deslumbrada por su elegancia, su esbeltez y su estilo. Su color negro brillante que había comenzado a perderse consecuencia de la experiencia. La tocó y notó una vibración que le reafirmaba en su decisión de que, durante el tiempo de andadura por aquél lugar, nunca más se separarían. Y así es, desde entonces cabalga por las tierras verdes y esponjosas, a la orilla de los ríos que simulan ser calles, bajo los edificios construidos como por un arquitecto algo ebrio sobre su fiel montura. Y por supuesto, el nombre no podía ser otro: la Perla Negra.
Irene y la Perla Negra.

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